miércoles, 7 de enero de 2009
Pausa de vida
El año arrancó con el esfuerzo de los conmocionados por aquello que llamamos incontrolable, o con la idea de que la discontinuidad del presente no se aferra como fango a nuestras botas de pisar pausado. Afuera, seguía gimiendo el viento con compases discordantes de humo y salitre. Los árboles se persignaban con sus ramas, esperanzados que la ventolera no les deslindara la caspa de su copa.
Adentro, el tiempo fungía de árbitro.
Se registró una pausa, la pausa necesaria, el “reboot” del ordenador, uno, dos, hasta que la realización de la brecha imperceptible que se acababa de cruzar se estrelló contra la vicisitud de la realidad, y así quedaron, mirándose, pausados, pasmados, incrédulos, porque la cepa de lo ocurrido creó una brecha que ya sabemos, ya conocemos. No debería sorprender, ya sucedió antes, muchas veces, en la mente, entre los sigilos de la posibilidad, entre las neuronas avivadas por los hechos del arte, por la desesperación y la frustración, que vienen siendo lo mismo en las circunstancias pausadas de la vida, la vida, esa pausa, dirían, aunque ya no queda, es un paréntesis, oyó también (lo escribió también) hasta que los flecos del haber, y las guirnaldas de lo pasado se desentendieron de su poltrona, y todo cayó, todo se derrumbó, y entonces, lo que quedó: el sarcófago de la memoria, como el amor de Bovary, enterrado por el tiempo, la desidia, y la inmadurez.
Caen los ramos de oliva, ojalá fuera en la franja de Gaza, o en los Urales, o que coronen la tumba de Mobutu, en Rabat.
Pero caen aquí. Y se marchitan al tocar el piso de azulejos tiesos por el viento.
El viento que exhaló esta pesadilla de nunca acabar.
La vida que llevamos. Eso es lo que pesa, lo que aligera nuestra marcha, lo que decide, decidimos, nos deciden.
Pausa.
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