martes, 27 de enero de 2009

Crimen de pasión blanquecina


Desperté. Aparté un poco la cortina de la ventana para descubrir que la calle estaba cubierta de nieve. No tanta como se había pronosticado. No me sorprendió. Pronosticar los eventos naturales siempre me pareció una cometida azarosa.
El auto estaba cobijado bajo los aleros del garaje. El aire de su interior me congeló la nariz. Arranqué. Así comenzamos a mancillar la perfección del invierno.
En la calle, pasé un objeto oscuro. Al devolverme, encontré una botella de vino tirada sobre la nieve. Su contenido se había vaciado a su derredor, creando un halo morado que coronaba su boca. El nombre, su cosecha, su tarjeta de identificación, se escondía por su redondez. Su espinazo revelaba unas letras indescifrables para mis ojos, no por ser lengua extraña, sino porque la refulgencia de la nieve impedía el enfoque necesario.
No la toqué. Parecía cuerpo degollado, rodeado de sangre que se derramaba entre las cornisas cinceladas de la nieve. La nieve, ese lienzo lúcido que lo atrapa todo, hasta las últimas gotas de este vino tino abandonado. ¿Tan mal sabía que merecía esta desidia? Ni los humanos merecemos ser arrojados, cuerpo inerte y sangriento, en medio de la tundra blanquecina. ¡Los nichos! ¡Los nichos! Igual de fríos, pero oscuros, para esconder la mancha, la inercia. Vino catado y desechado. Al igual que nuestros cuerpos, que al final, sin nombre ni cosecha ni tarjeta de identificación, desaguan su vino sobre el tramo blanquecino del final.
La vida se acaba en la nieve. Y nada más.
Tomé la foto y me metí en el carro. Miré a mi alrededor, para cerciorarme de que no hubiera otro testigo observando la escena a través de sus persianas. Aceleré, porque no quería que se me cuestionara, aunque no podría dar ninguna información. No presencié el crimen.

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