domingo, 30 de diciembre de 2007
Año
Nuevo año.
Para mí, significa no mirar hacia atrás.
¿Para qué? Como dijo Daddy Yankee, “Lo que pasó, pasó”…
Resoluciones ¿para qué? Siempre se rompen.
Sentar metas, eso sí sirve.
¿La diferencia? La resolución implica una falta, una ausencia. Implica que el camino trazado hasta ahora es el equivocado, errado, tergiversado.
Pero debemos admitir que, aunque el camino se desvíe, aunque los baches y los badenes disminuyan la velocidad, el que tiene metas sabe a dónde va. El que hace resoluciones intenta negociar las curvas y los precipicios, salvaguardar el momento para poder respirar un poco. El que se impone metas, ve las curvas como oportunidad de calibración, ve los baches como fuente de agua bendita.
Feliz año a todos. Sigan trabajando para alcanzar sus metas.
jueves, 27 de diciembre de 2007
La muerte de Benazir Bhutto
¿Vale una muerte, o una vida, más que la otra? No se habla de los otros que murieron durante el asesinato de Benazir Bhutto. No se habla de todos los que murieron hoy en Irak, en Afganistán. No se habla hoy de los secuestrados en Colombia, de los reprimidos en Sudán. No se habla hoy de los muertos por los deslaves en Indonesia.
Entonces ¿vale la vida de Bhutto más de la que todos los que murieron hoy?
Todas las muertes son iguales, aunque no todas las vidas lo sean. Y la vida de Bhutto fue singular. Ser una mujer de liderazgo en un mundo tan chabacanamente machista (y hablo del mundo en general, no sólo del sub-continente asiático) no es fácil, y menos cuando algunos anormales deciden que su religión los autoriza a matar. Porque, recuerden, no es la religión la que corrompe las almas de los humanos; son unos pocos que utilizan la Biblia, el Corán, lo que sea, como botica de esquina, encontrando las pociones necesarias para soliviantar arrebatos de una fe exagerada y enfermiza. La cura no es la religión, ya lo han dicho Nietzche, Marx y otros. La cura es la aplicación equitativa de unos principios básicos de armonía humana. ¿Imposible? Tal vez. Siempre queda por medio el factor humano: la avaricia, la envidia, el miedo. Y claro, no se puede hablar de los motivos que impulsan a los políticos. El poder es más adictivo que la heroína.
¿Entonces?
¿Recuerdan el “butterfly effect”, esa teoría que dice que una mariposa batiendo sus alas en el Amazonas repercude de tal manera en el bio-sistema del planeta que puede causar un tsunami en el Pacífico? ¿Que cambios mínimos en algún lado afectan algo en el otro, produciendo resultados imprevisibles?
¿Qué tiene que ver? Algo que todos los que escribimos y leemos y pensamos sabemos: que una mínima palabra es poderosa.
¿Vale la muerte de Benazir Bhutto más que todas las otras muertes ocurridas hoy, o ayer, o mañana? No. ¿Valía más su vida? No. Lo que valía, lo que vale, es lo que hacemos cada día, en cada momento.
Como dijo Jean-Paul Sartre: "Evil is the product of the ability of humans to make abstract that which is concrete."
martes, 25 de diciembre de 2007
sábado, 22 de diciembre de 2007
¿Que cómo escribo?
Si alguien me pregunta que cómo escribo, la respuesta irá acompañada con una sonrisa nerviosa. Admiro a todos aquellos que confiesan escribir todos los días, a las mismas horas, no importa que truene, relampaguee, o se vaya la luz. Porque soy culpable de una obstinada indisciplina literaria. En ese sentido escribo como cocino.
Soy un escritor inspirativo, de esos que en el momento menos pensado, piensan (o se les asoma al pensamiento, que no es lo mismo) una idea, una imagen, un conjuro. Generalmente es en momentos inadecuados, difíciles o bochornosos: en el carro, en el medio del tapón, sin papel, bolígrafo, lápiz o grabadora; mientras estoy haciendo ejercicio; o en medio de una ducha. Como ahora, que acabo de salir corriendo del baño para escribir esto (calma, calma, pornográficos todos, que me vestí antes de sentarme aquí frente al monitor). A veces se me enciende el bombillo leyendo a otros autores. Es como si un botón se prendiera, una idea se mostrara cónsona ante mis ojos, y de repente entro en calor, y tengo que escribir. En lo de leer a otros autores, no es cuestión de plagio ni de imitación. Es más bien que el estilo de uno despierta el ritmo del otro, algo así como los encantadores de cobras de la India.
Sinceramente escribo con mucho miedo. No el miedo a la página en blanco que tantos escritores describen, sino el miedo a no poder terminar. Tal vez por eso prefiero escribir cuentos: la brevedad potente del cuento permite que lo incompleto finja ser la consecuencia final del acto de ficción. Cuando cocino, empiezo con pizcas de ingredientes, y voy añadiéndolos poco a poco para no pasarme de la sal, o del pique; de la misma manera escribo poco a poco, en brotes de energía, y guardando los pliegos electrónicos por algún tiempo, como esperando que la cocción pausada produzca un producto final sabroso. Así vuelvo luego de un tiempo, y reviso, y edito (soy mi peor crítico y editor) recomponiendo las líneas para conjugar mejor el sabor del guiso.
Generalmente los platos me quedan bien, se dejan comer sin necesidad de añadir sal o zantac, aunque no me puedo comparar con la ristra de mis familiares que son chefs, profesionales unos, amateurs los otros.
¿Entonces, qué es el blog?
Pues el aperitivo en lo que cocino el plato principal. Tú sabes, para no perder la paciencia.
jueves, 20 de diciembre de 2007
Delirio crackiano.
No, no lo estoy fumando, pero estoy de buen humor, y con par de cafés encima, siento las palabras fluir.
Hasta aquí, pienso que el año estuvo regular. Digo, en el plano literario. Escribí mucho, pero no lo suficiente. Estoy esperando noticias buenas de alguno de los frentes de publicación. Estoy esperando la cuita que me lanzará a escribir la gran novela, la gran epopeya, el gran siquitraque. Sigo esperando.
Y sabemos que esperar es la pasividad, cuando debemos ser activos. Buscar, no esperar. Lanzarse, no esperar a que el agua suba al cuello. Componer, recompensar (repensar) a la inspiración para que rinda frutos. Cuestionar, no aceptar. Preguntas, preguntas, eso es lo importante.
Ser leído, pues para eso se escribe. No para ser conocido. El autor es el medio de expresión, es la extensión de la pluma, es el domador de palabras. Y escribir DE TODO, PARA TODOS, EN TODOS. Leer DE TODO, PARA TODOS, EN TODOS.
Si algo bueno tiene el manifiesto crack (de los mexicanos. NECESITAMOS UN MANIFIESTO BORICUA…) es su universalidad. Escribir de todo, para todos. Que el autor abra la puerta a todas las dimensiones, crear sin importar que la creación se destruya, nos destruya, se rebele, se cree sola. QUE LA HISTORIA NAZCA SOLA. Parto natural, sin médico ni comadrona. Bajo agua, burbujeante, los primeros alientos de pescado. Sumergir la historia. Hundirla. Y que crezca como perla, sola, en el fondo del mar.
De todo, para todos, el costumbrismo universal, la historia (la histeria) humana donde sea que crezca.
Se acabó el delirio. Necesito otro café.
viernes, 30 de noviembre de 2007
La literatura latinoamericana no existe, ha muerto...
Antes, Foucault y Barthes nos anunciaron la muerte del escritor. Bien, puesto que la muerte del escritor promulgaba el resuscitar del lector, de que la palabra bajara como el fuego de Prometeo, y nos iluminara a todos. La Ilustración de la luz, la sombra desparramada por otras sombras, aún más luminosas, pero igualmente fantasmagóricas, porque al cabo, las palabras y la imaginación conjuran eso, fantasmas. La muerte del escritor era la simple desaparición de la bruja. De ahí en adelante, todos pudimos conjurar nuestros propios fantasmas, sin ayuda de nadie. De ahí en adelante, los hermanos Parker se hicieron millonarios vendiendo tableros de ouija. Los fantasmas tienen teléfonos celulares. Llamémoslos.
Ahora, Jorge Volpi, el “Godfather” de los mafiosos del crack mexicano nos anuncia (nos anunció, hace un año), a diez años del pacto de sangre, que la literatura latinoamericana no existe, ha muerto, sólo existe como “un cadáver embalsamado que sólo unos pocos académicos nostálgicos se empeñan en preservar.” Bravo, aunque no hay heroísmo en rematar un cadáver.
¿Bravo? ¿Celebramos una muerte tan, digamos, “innatural”? Volpi utiliza el argumento biológico. La literatura latinoamericana como un virus que infecta el mundo literario por un tiempo, hasta que las defensas naturales lo exilan nuevamente a la oscuridad. Pero los viruses nunca desaparecen. Quedan rezagados hasta la próxima degeneración biológica. Pregúntenle a ebola, a dengue, a la influenza. Pregúntenle al VIH, hoy en su día mundial.
Tiene razón Volpi en que la literatura latinoamericana sufre del desamor. Que no nos reconocemos primordialmente como latinoamericanos, pues eso es debatible, aunque siempre he aludido que la identidad en el siglo veintidós será otro cadáver inveterado. (Todavía me quedan noventa y tres años para confirmarlo). Que sufrimos un problema de difusión, que los lectores de cada país “apenas conocen a los escritores de los otros” y que estamos a la merced del monopolio editorial español, pues es cierto. Irónicamente, la academia a la que Volpi acusa de necrofilia y las editoriales españolas monopolizadoras son las que mantienen a la mafia del crack.
Parecería que Volpi quiere terminar con todo. Acabo de leer “El fin de la locura”. Ahora es el fin de la literatura latinoamericana. Autor, locura, literatura, todos muertos. ¿Amigo Volpi, no será usted el necrófilo?
Pues yo con usted. Pero en vez de necrófilos, seamos caníbales, seamos antropófagos. Devoremos estos cadáveres, incorporemos estos genes en los nuestros. Seamos retroviruses y auto-infectémonos. Sí, escapemos del realismo mágico, escapemos de la identidad, escapemos de nuestras fronteras artificiales (otros cadáveres las impusieron, hace unos siglitos por ahí). Como en cualquier morgue: es muy fácil identificar la muerte. Ahora averigüemos el por qué. ¿Qué importa? ¿Acaso hay un crimen, un homicidio? ¿Fue suicidio? ¿Fue muerte natural?
¡Autopsia!, gritan los familiares del muerto.¡Autopsia!, grita el juez. ¡Autopsia! gritan Derrida, Foucault, Fuentes, Borges, Vargas Llosa, García Márquez, Rosario Ferré. ¡Autopsia!, grita uno que no se conoce, que lucha por publicar, por ser conocido (el anuncio comercial no ha muerto todavía).
Hay una tribu en Benín que ante la muerte innatural de uno de sus miembros, hace una ceremonia para descubrir al malhechor. Luego de ser identificado, hacen que el sospechoso beba la savia venenosa de un árbol. Si el sospechoso muere, era el culpable de la muerte del otro. Si vomita la savia y sobrevive, es inocente.
¡Bebamos savia!
Ahora, Jorge Volpi, el “Godfather” de los mafiosos del crack mexicano nos anuncia (nos anunció, hace un año), a diez años del pacto de sangre, que la literatura latinoamericana no existe, ha muerto, sólo existe como “un cadáver embalsamado que sólo unos pocos académicos nostálgicos se empeñan en preservar.” Bravo, aunque no hay heroísmo en rematar un cadáver.
¿Bravo? ¿Celebramos una muerte tan, digamos, “innatural”? Volpi utiliza el argumento biológico. La literatura latinoamericana como un virus que infecta el mundo literario por un tiempo, hasta que las defensas naturales lo exilan nuevamente a la oscuridad. Pero los viruses nunca desaparecen. Quedan rezagados hasta la próxima degeneración biológica. Pregúntenle a ebola, a dengue, a la influenza. Pregúntenle al VIH, hoy en su día mundial.
Tiene razón Volpi en que la literatura latinoamericana sufre del desamor. Que no nos reconocemos primordialmente como latinoamericanos, pues eso es debatible, aunque siempre he aludido que la identidad en el siglo veintidós será otro cadáver inveterado. (Todavía me quedan noventa y tres años para confirmarlo). Que sufrimos un problema de difusión, que los lectores de cada país “apenas conocen a los escritores de los otros” y que estamos a la merced del monopolio editorial español, pues es cierto. Irónicamente, la academia a la que Volpi acusa de necrofilia y las editoriales españolas monopolizadoras son las que mantienen a la mafia del crack.
Parecería que Volpi quiere terminar con todo. Acabo de leer “El fin de la locura”. Ahora es el fin de la literatura latinoamericana. Autor, locura, literatura, todos muertos. ¿Amigo Volpi, no será usted el necrófilo?
Pues yo con usted. Pero en vez de necrófilos, seamos caníbales, seamos antropófagos. Devoremos estos cadáveres, incorporemos estos genes en los nuestros. Seamos retroviruses y auto-infectémonos. Sí, escapemos del realismo mágico, escapemos de la identidad, escapemos de nuestras fronteras artificiales (otros cadáveres las impusieron, hace unos siglitos por ahí). Como en cualquier morgue: es muy fácil identificar la muerte. Ahora averigüemos el por qué. ¿Qué importa? ¿Acaso hay un crimen, un homicidio? ¿Fue suicidio? ¿Fue muerte natural?
¡Autopsia!, gritan los familiares del muerto.¡Autopsia!, grita el juez. ¡Autopsia! gritan Derrida, Foucault, Fuentes, Borges, Vargas Llosa, García Márquez, Rosario Ferré. ¡Autopsia!, grita uno que no se conoce, que lucha por publicar, por ser conocido (el anuncio comercial no ha muerto todavía).
Hay una tribu en Benín que ante la muerte innatural de uno de sus miembros, hace una ceremonia para descubrir al malhechor. Luego de ser identificado, hacen que el sospechoso beba la savia venenosa de un árbol. Si el sospechoso muere, era el culpable de la muerte del otro. Si vomita la savia y sobrevive, es inocente.
¡Bebamos savia!
martes, 27 de noviembre de 2007
lunes, 26 de noviembre de 2007
Cuento (de mi próxima colección titulada "Julia/Cuentos de invierno")
Apoptosis
Muerte celular programada.
-Nuestras células lo saben. Conocen el término de la vida. Y nos lo esconden.
Traté de explicarle a Juana, pero Juana vive en otro mundo. Vive esperanzada en su fe. No escucha los racimos de noticias que sugieren que la fe está muerta. Que lo que cree no está al alcance de nuestro entendimiento. Cita a Aquinas, y reconozco que la intuición me acalora. Pero mantengo mi argumento.
-Ahora me dices que las células de nuestro cuerpo están predestinadas.
-No tanto así, Juana, pero sí tienen la información codificada en su ADN, que les dice cuándo comenzar a morir.
-Conocer la meta no desvalora la carrera.
-No, pero la mancilla por la trampa del camino. Si alguien sabe que la carrera se puede acabar antes de tiempo, cuando a alguien o algo le salga de los cojones, entonces, ¿para qué seguir?
-Vete al carajo.
Ya que no va a haber sexo esta noche (está preprogramado en cualquier argumento de esta índole) me refugio en las noticias. Todos los canales, las mismas noticias, con modelos más o menos atractivos, con sonrisas de porcelana y cloro, con dientes perfectísimos, sin nicotina, ni cafeína, ni cualquier –ina. A ninguno lo conozco, pero todos se dirigen a mí, como si fuera su primo.
-¿A dónde vas?- la veo salir alabastrada del baño.
-A misa. Deberías venir.
Es como advertirle de los peligros del cigarrillo, y lo pensara fumándose uno.
-No, hay partido del Barça a la una.
-¿Qué importa, si sabes quién va a ganar?
Su sarcasmo me enloquece, pero de buena manera. Por eso me gustas tanto, baby. Porque me acantilo en tu miasma, y tú me desbordas.
-Okay.
La misa comienza como siempre, con el aleteo de los fieles que llegan tarde, con la parsimonia de aquellos que como yo llegan arrastrados por la conciencia, o por la esposa o la madre. Los adolescentes son los peores, llevan su desprecio en la cara, como si la iglesia fuera la fusta que les impide vivir.
-En el nombre del Padre, del Hijo…
El padre comienza y parece que está aburrido. Sus inflexiones son asombrosamente inermes, sin los parnasos paradisíacos de los salmos. Sus gestos, la señal de la cruz, la bendición, la lectura, todos permanecen hincados a una irreducible realidad de abolengo, una insegura bendición a aquellos que tienen más fe, a aquellos que ostentan la beatitud con la seguridad de un carro-bomba.
La misa me recuerda mis días en el internado. Los tartamudos como yo pedalean sobre la verdad, apañados sobre la cuerda floja gramatical. El padre Adolfo, director del internado, me lo advirtió: «gárgaras de agua de tomatillo, rosarios vespertinos, té de sándalo y verás como te curas. Es todo por falta de voluntad». Tanto rezo aglutinado a las tres de la mañana, tanto té, no producía la mejoría. Quedé paulatinamente tartamudo.
El padre nunca sospechó que mis pensamientos también tartamudeaban. Cuando mi frase se trababa en la laringe, y mi boca parecía picotear un gusanillo, mis párpados rechinaban como un par de esparadrapos limpiaparabrisas. No solamente se contraían los músculos laríngeos y del diafragma, sino que las señales mandadas por el área de Broca sobre el salvoconducto de los nervios craneales no fluían directas y encadenadas. Había badenes, carencias rústicas, y desperfectos de neuro-transmisión imposibles de colindar en aquel entonces. Por más rosarios que desligara en mi mente, la tartamudez no tenía salvación.
Y menos cuando dejé caer la hostia al suelo. El amén me salió triturado entre los dientes. Causó una conmoción en mis labios que deshizo la hostia en pedacitos, cayendo como caspa sobre la baldosa. Y para colmo la pisé, para que nadie se enterara.
La congregación no lo notó, pero el padre Adolfo sí.
Me hizo inventarme palabras que tuvieran algún significado apócrifo. Así surgieron «esfroncinio» y «lumbardo». Ahora no recuerdo lo que señalaban, pero el padre las masticó como hule, y me rebajó el castigo por un día. Seguí inventando palabras para ver si acumulaba suficientes días, por si acaso otra demolición de hostia. Pero no trabaja así, me lo aseguró con la mirada cuando se lo sugerí. Salió del cuarto y se persignó dos veces. Yo hice lo mismo.
Al momento de la eucaristía, siento un halón en el brazo.
-Ven.
Pienso que nos vamos, pero Juana me agarra la mano y me guía a la fila de la comunión.
-Juana…
-Esto te va ayudar – suspira.
-Es que no me he confesado.
-¿Y qué? ¿Acaso tus pecados son tan malos?
-Para ser tan piadosa eres muy curiosa. Eso es entre Dios y yo.
Ya habíamos tenido esta conversación una vez. Ella tratando de indagar dentro de la cueva de mis pecados. « ¿Acaso son tan malos?» Como esperanzada de que lo escondido fuera venial, e insignificante.
-Juana.
-Too late.
A tres pasos del padre, la conversación cesa. Adquiero la mirada de recogimiento necesaria para el rito. Acepto la ostia en mi boca. La mastico poco a poco mientras me encamino a mi asiento. Me arrodillo para continuar el momento de reflexión. Bajo los ojos, cuento las losetas del piso y mastico la ostia. Parece vieja, no tiene el crujir de las galletas frescas. Sabe a hule. No bebí el vino. ¿Para qué? Siempre es de cosecha barata.
-¿Acaso fue tan difícil?
Creo que le conté del aborto una vez. Salí con la hermana de mi amigo. Me mantuvo en un hilo durante toda la relación, se pasaba hablando del ex novio. Una tarde me fue a visitar y la encontré distante, distraída. Al momento del sexo, me quité el condón, dizque porque no sentía nada. Me vine dentro de ella, consciente, como tratando de inculcarle un grillete. Entre gemidos ella trató de escaparse, pero yo pude más.
A los dos meses, sentenciada, me llamó. Convenimos encontrarnos para discutir el aborto. Creo que sus lágrimas eran más por la finalidad del procedimiento que por la finalidad de nuestra relación. La llevé esa semana. La oficina estaba en la parte mala de la ciudad, escondida, sin letreros ni publicidad. Al abrir la puerta, se escapó la apeste a desinfectante. La sala de espera permanecía silente, sin música instrumental ni baladas histriónicas. La llamaron. Yo me escabullí a fumar. Creo que le pregunté a la enfermera si podía estar con ella, y me dijo que no.
Al salir, ella estaba recogida sobre sí, como si le hubieran echado un balde de agua fría. La llevé a mi apartamento, y allí durmió intranquila. Yo la miraba y pensaba, ¿y ahora qué?
Lo peor es que seguimos la relación. Ahora sé que es parte del proceso de recuperación. Imposible deshacerse de un feto y del novio a la vez. Una ruptura tajante conlleva un desligue gradual. Tanto así que no supe de su infidelidad hasta que noté una secreción verdosa y ardiente saliendo de mi pene. El médico confirmó que tenía clamidia. Me recomendó contactar a mis compañeras sexuales para prevenirles. Sólo tenía una.
La confronté. Ella bajó sus ojos achinados y confesó que estaba con su ex.
–Entonces él te dio clamidia a ti. Quién sabe de dónde él la contrajo- insinué una cadena perpetua de infidelidades.
-Lo amo.
Y con eso fue a su médico, quién le recetó unas pastillas a ella y a su ex novio.
Yo me fui con los amigos de viaje, y las jodídas pastillas me quemaron la piel
Mirando las circunstancias luego de tantos años (escuché ayer que ella se casa con el ex) no me sorprende la inmediatez de lo final, ni la apoptosis del momento. Todas las decisiones fueron diagramadas, con sus posibles efectos. Una sola variante catapulta el camino hacia otra vertiente, y tal vez no me da clamidia, y tal vez ella no se casa con el ex. Pero la relación tendría su final, sin importar el camino.
Juana no respondió nada cuando le conté. Aunque su insistencia en saber mis pecados mortales me hace dudar si recuerda éste, o si como yo, no lo considera pecado, más bien un desliz de la naturaleza, o peor, una simple variante de la desidia humana. Sea lo que fuera, la ostia se ha pecado a mis muelas, y tengo que usar mi dedo para desprenderla.
Un pedacito de ostia masticada se ha metido debajo de mi uña.
Si ese pecado marca un hito, los otros son menos transcendentes. No mato ni robo, pero sí miento. El adulterio es esa comparsa de momentos que abanica a la vida. Es lo único que me hace sentir vivo, de milagro.
-Y a mi, ¿me has sido infiel?
La pregunta se desliga de mis labios. Salimos de misa agarrados de mano. “Paz, paz, señoras y señores, oremos por la paz”, y lo que dice el padrecito es real. Así que la paz permanece incrustada con la ostia en mi uña, hasta que salimos de la iglesia, y el mundo acalorado de agosto penetra poros y rasgaduras, y comienzo a sudar.
-¿En realidad me crees capaz? ¿O es que juzgas por tu condición?
-Si yo te hubiera sido infiel, nunca lo diría, nunca lo confesaría.
-¿Y al padre?
-Es diferente. Con él no corro el riesgo que me lo corte.
Muerte celular programada.
-Nuestras células lo saben. Conocen el término de la vida. Y nos lo esconden.
Traté de explicarle a Juana, pero Juana vive en otro mundo. Vive esperanzada en su fe. No escucha los racimos de noticias que sugieren que la fe está muerta. Que lo que cree no está al alcance de nuestro entendimiento. Cita a Aquinas, y reconozco que la intuición me acalora. Pero mantengo mi argumento.
-Ahora me dices que las células de nuestro cuerpo están predestinadas.
-No tanto así, Juana, pero sí tienen la información codificada en su ADN, que les dice cuándo comenzar a morir.
-Conocer la meta no desvalora la carrera.
-No, pero la mancilla por la trampa del camino. Si alguien sabe que la carrera se puede acabar antes de tiempo, cuando a alguien o algo le salga de los cojones, entonces, ¿para qué seguir?
-Vete al carajo.
Ya que no va a haber sexo esta noche (está preprogramado en cualquier argumento de esta índole) me refugio en las noticias. Todos los canales, las mismas noticias, con modelos más o menos atractivos, con sonrisas de porcelana y cloro, con dientes perfectísimos, sin nicotina, ni cafeína, ni cualquier –ina. A ninguno lo conozco, pero todos se dirigen a mí, como si fuera su primo.
-¿A dónde vas?- la veo salir alabastrada del baño.
-A misa. Deberías venir.
Es como advertirle de los peligros del cigarrillo, y lo pensara fumándose uno.
-No, hay partido del Barça a la una.
-¿Qué importa, si sabes quién va a ganar?
Su sarcasmo me enloquece, pero de buena manera. Por eso me gustas tanto, baby. Porque me acantilo en tu miasma, y tú me desbordas.
-Okay.
La misa comienza como siempre, con el aleteo de los fieles que llegan tarde, con la parsimonia de aquellos que como yo llegan arrastrados por la conciencia, o por la esposa o la madre. Los adolescentes son los peores, llevan su desprecio en la cara, como si la iglesia fuera la fusta que les impide vivir.
-En el nombre del Padre, del Hijo…
El padre comienza y parece que está aburrido. Sus inflexiones son asombrosamente inermes, sin los parnasos paradisíacos de los salmos. Sus gestos, la señal de la cruz, la bendición, la lectura, todos permanecen hincados a una irreducible realidad de abolengo, una insegura bendición a aquellos que tienen más fe, a aquellos que ostentan la beatitud con la seguridad de un carro-bomba.
La misa me recuerda mis días en el internado. Los tartamudos como yo pedalean sobre la verdad, apañados sobre la cuerda floja gramatical. El padre Adolfo, director del internado, me lo advirtió: «gárgaras de agua de tomatillo, rosarios vespertinos, té de sándalo y verás como te curas. Es todo por falta de voluntad». Tanto rezo aglutinado a las tres de la mañana, tanto té, no producía la mejoría. Quedé paulatinamente tartamudo.
El padre nunca sospechó que mis pensamientos también tartamudeaban. Cuando mi frase se trababa en la laringe, y mi boca parecía picotear un gusanillo, mis párpados rechinaban como un par de esparadrapos limpiaparabrisas. No solamente se contraían los músculos laríngeos y del diafragma, sino que las señales mandadas por el área de Broca sobre el salvoconducto de los nervios craneales no fluían directas y encadenadas. Había badenes, carencias rústicas, y desperfectos de neuro-transmisión imposibles de colindar en aquel entonces. Por más rosarios que desligara en mi mente, la tartamudez no tenía salvación.
Y menos cuando dejé caer la hostia al suelo. El amén me salió triturado entre los dientes. Causó una conmoción en mis labios que deshizo la hostia en pedacitos, cayendo como caspa sobre la baldosa. Y para colmo la pisé, para que nadie se enterara.
La congregación no lo notó, pero el padre Adolfo sí.
Me hizo inventarme palabras que tuvieran algún significado apócrifo. Así surgieron «esfroncinio» y «lumbardo». Ahora no recuerdo lo que señalaban, pero el padre las masticó como hule, y me rebajó el castigo por un día. Seguí inventando palabras para ver si acumulaba suficientes días, por si acaso otra demolición de hostia. Pero no trabaja así, me lo aseguró con la mirada cuando se lo sugerí. Salió del cuarto y se persignó dos veces. Yo hice lo mismo.
Al momento de la eucaristía, siento un halón en el brazo.
-Ven.
Pienso que nos vamos, pero Juana me agarra la mano y me guía a la fila de la comunión.
-Juana…
-Esto te va ayudar – suspira.
-Es que no me he confesado.
-¿Y qué? ¿Acaso tus pecados son tan malos?
-Para ser tan piadosa eres muy curiosa. Eso es entre Dios y yo.
Ya habíamos tenido esta conversación una vez. Ella tratando de indagar dentro de la cueva de mis pecados. « ¿Acaso son tan malos?» Como esperanzada de que lo escondido fuera venial, e insignificante.
-Juana.
-Too late.
A tres pasos del padre, la conversación cesa. Adquiero la mirada de recogimiento necesaria para el rito. Acepto la ostia en mi boca. La mastico poco a poco mientras me encamino a mi asiento. Me arrodillo para continuar el momento de reflexión. Bajo los ojos, cuento las losetas del piso y mastico la ostia. Parece vieja, no tiene el crujir de las galletas frescas. Sabe a hule. No bebí el vino. ¿Para qué? Siempre es de cosecha barata.
-¿Acaso fue tan difícil?
Creo que le conté del aborto una vez. Salí con la hermana de mi amigo. Me mantuvo en un hilo durante toda la relación, se pasaba hablando del ex novio. Una tarde me fue a visitar y la encontré distante, distraída. Al momento del sexo, me quité el condón, dizque porque no sentía nada. Me vine dentro de ella, consciente, como tratando de inculcarle un grillete. Entre gemidos ella trató de escaparse, pero yo pude más.
A los dos meses, sentenciada, me llamó. Convenimos encontrarnos para discutir el aborto. Creo que sus lágrimas eran más por la finalidad del procedimiento que por la finalidad de nuestra relación. La llevé esa semana. La oficina estaba en la parte mala de la ciudad, escondida, sin letreros ni publicidad. Al abrir la puerta, se escapó la apeste a desinfectante. La sala de espera permanecía silente, sin música instrumental ni baladas histriónicas. La llamaron. Yo me escabullí a fumar. Creo que le pregunté a la enfermera si podía estar con ella, y me dijo que no.
Al salir, ella estaba recogida sobre sí, como si le hubieran echado un balde de agua fría. La llevé a mi apartamento, y allí durmió intranquila. Yo la miraba y pensaba, ¿y ahora qué?
Lo peor es que seguimos la relación. Ahora sé que es parte del proceso de recuperación. Imposible deshacerse de un feto y del novio a la vez. Una ruptura tajante conlleva un desligue gradual. Tanto así que no supe de su infidelidad hasta que noté una secreción verdosa y ardiente saliendo de mi pene. El médico confirmó que tenía clamidia. Me recomendó contactar a mis compañeras sexuales para prevenirles. Sólo tenía una.
La confronté. Ella bajó sus ojos achinados y confesó que estaba con su ex.
–Entonces él te dio clamidia a ti. Quién sabe de dónde él la contrajo- insinué una cadena perpetua de infidelidades.
-Lo amo.
Y con eso fue a su médico, quién le recetó unas pastillas a ella y a su ex novio.
Yo me fui con los amigos de viaje, y las jodídas pastillas me quemaron la piel
Mirando las circunstancias luego de tantos años (escuché ayer que ella se casa con el ex) no me sorprende la inmediatez de lo final, ni la apoptosis del momento. Todas las decisiones fueron diagramadas, con sus posibles efectos. Una sola variante catapulta el camino hacia otra vertiente, y tal vez no me da clamidia, y tal vez ella no se casa con el ex. Pero la relación tendría su final, sin importar el camino.
Juana no respondió nada cuando le conté. Aunque su insistencia en saber mis pecados mortales me hace dudar si recuerda éste, o si como yo, no lo considera pecado, más bien un desliz de la naturaleza, o peor, una simple variante de la desidia humana. Sea lo que fuera, la ostia se ha pecado a mis muelas, y tengo que usar mi dedo para desprenderla.
Un pedacito de ostia masticada se ha metido debajo de mi uña.
Si ese pecado marca un hito, los otros son menos transcendentes. No mato ni robo, pero sí miento. El adulterio es esa comparsa de momentos que abanica a la vida. Es lo único que me hace sentir vivo, de milagro.
-Y a mi, ¿me has sido infiel?
La pregunta se desliga de mis labios. Salimos de misa agarrados de mano. “Paz, paz, señoras y señores, oremos por la paz”, y lo que dice el padrecito es real. Así que la paz permanece incrustada con la ostia en mi uña, hasta que salimos de la iglesia, y el mundo acalorado de agosto penetra poros y rasgaduras, y comienzo a sudar.
-¿En realidad me crees capaz? ¿O es que juzgas por tu condición?
-Si yo te hubiera sido infiel, nunca lo diría, nunca lo confesaría.
-¿Y al padre?
-Es diferente. Con él no corro el riesgo que me lo corte.
jueves, 22 de noviembre de 2007
El día del pavo
Hoy es el día del pavo acá en los Estados. Mejor dicho, día de acción de gracias, aunque la mayoría de la gente está dando gracias por poder comerse el pavo y porque pueden comenzar las compras navideñas sin sentirse culpables de la comercialización de la navidad. No se crean, que yo también ojeo los suplementos comerciales del periódico a ver si esa cámara digital que tanto anhela mi esposa está on sale (espero que los que lean esto no interpreten esto como un anuncio comercial de lo que quiere mi esposa para la Navidad...Ella quiere paz y amor y salud...y una cámara digital. Ahora, si quieren pasarme algo para contribuir con el fondo pro-compra de cámara digital...¡pues muchas gracias!).
Mientras tanto, el pavo se cocina, otra víctima más. Si obviamos la necesidad de crear una comisión para investigar el genocidio anual de tantos pavos, que carecen de recursos para llevar su caso al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, y nos concentramos en el meollo del asunto, hay que aceptar que el pavo, luego de pavonearse, dejándose de pavonadas, se encontró con un pavorde, que lo pavoneó sin ninguna pavordía, llenando al pavo de un pavor pavorosamente pavoroso que quedó pavonado en un instante.
Gracias doy hoy por el diccionario. Y todas las palabras que contiene...
Mientras tanto, el pavo se cocina, otra víctima más. Si obviamos la necesidad de crear una comisión para investigar el genocidio anual de tantos pavos, que carecen de recursos para llevar su caso al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, y nos concentramos en el meollo del asunto, hay que aceptar que el pavo, luego de pavonearse, dejándose de pavonadas, se encontró con un pavorde, que lo pavoneó sin ninguna pavordía, llenando al pavo de un pavor pavorosamente pavoroso que quedó pavonado en un instante.
Gracias doy hoy por el diccionario. Y todas las palabras que contiene...
domingo, 18 de noviembre de 2007
El cantante
Vi la película “El cantante” anoche. Historia triste, que ya todos conocemos. Buen esfuerzo de Marc Anthony y Jennifer López de encarnar los fantasmas, de resucitar la voz, los gestos, la historia. Grandes lágrimas, por el talento perdido, por la vida malgastada, por el final trágico.
Gran desafío, éste de los homenajes cinematográficos. Ya JLo conoce los riesgos, aunque su personificación de Selena fue lo que propulsó su carrera en Hollywood. Pero es el riesgo de contar, y también de cantar. La voz del pasado mitificada en el presente. Sí, se presenta la leyenda (no vida, leyenda) de Lavoe ante una nueva generación que tal vez conoce de él un verso aquí, una melodía allá, y nada más. El problema es que Hollywood, sin querer queriendo, siempre reduce las historias a un resumen práctico que venda taquilla. Muchas veces al escudriñar las profundidades del alma, buscando lo sensacional, se olvidan describir el miasma que rodea la oscuridad. Lo oscuro sale a la luz, sin aderezos, sin condimentos. Y a veces no sabe a ná.
Leyenda implica lectura. Y a veces es una mala lectura. La película puede ser un poco desproporcionada. Admiro la moderación al no caer en la trampa del siempre pulular en la drogadicción, en mantener la cámara constantemente fijada en las escenas de la drogadicción. Este hubiera sido el éxito: moderar las escenas del uso de drogas de Héctor y mostrar sus consecuencias de manera vital. Es lo que se intenta. Pero al moderar una cosa, se modera la otra. Marc, ¡un poquito más de emoción, plis, como en tus conciertos! ¡Sabemos que Héctor sufría! ¡Sufre con él, por él!
Pero el tema de la película no es Héctor, ni las drogas, ni siquiera la salsa. Es esta dicotomía cultural, este ser y no ser, este “soy boricua, pero no de la isla”, este “soy boricua, no nuyorican”. Recuerdo vivir en Puerto Rico y denigrar a los nuyoricans, por no ser auténticos puertorriqueños, “no son puertorriqueños de verdad”. Ese fue (¿es?) el trato a los hijos y nietos de los miles de puertorriqueños que se esfumaron de la isla, en los cincuenta y sesenta , en la urbe nuyorquina. Hablábamos de ellos con desprecio, como si fueran traidores de una patria que nunca se cuajó. Que ironía, tener traidores a la patria, antes de tener patria. Si por ahí iba, las cosas iban a terminar mal.
Y ahora, ¿han cambiado las cosas? Ahora no sólo somos Nuyoricans, sino también Chicagoricans, LARicans, Virginiaricans, Floridaricans (y sus diferentes acepciones Orlandoricans, Tamparicans y Miamiricans) y yo y mi familia, Keturicans. También hay Españoricans, Colombricans, Venezueloricans, etc. (Hay Maricans también, pero esos son verdaderos ciudadanos globales).
¿En la globalización, todavía existen estas taras? En este mundo difuminado, ¿importan las etiquetas nacionales?
Lo más cómico es que Marc y JLo, ambos Nuyoricans, parece que quieren a nuestros héroes nacionales más que nosotros que “somos de allá”. Al igual que todos los Nuyoricans que llevan nuestro nombre en alto, y elevan la mono-estrellada aquí, allá, dónde sea, y triunfan aquí y allá, y viven aquí y allá, sin importar donde estén ni donde hayan nacido. Nadie es profeta en su tierra, y nadie es de una tierra, porque la tierra, mi pana, se lleva en el corazón. Y en la mancha de plátano.
Los dejo con un videito del original, Héctor Lavoe, en el show Noche de Gala.
Y, by the way, los que vieron la película, ¡qué clase de flashback!
¡Ahí viene, Iris Chacón! ¡Ahí viene, Iris Chacón!
viernes, 16 de noviembre de 2007
El tapabocas
¡Ay, Chavesito! Te tienen un poquito de ojeriza. Seguramente te han echao un mal de ojo. Necesitas un sahumerio y un despojo. ¡Que le hiervan agua de verbena, le restrieguen una rama de helecho por todo el cuerpo y arrojen el agua por la ventana más próxima del Palacio de Miraflores! No le mojen los arbustos, bendito, que se derriten.
Que la maestra lo mande a callar, no hay problema. Si el padre o la monja lo hacen, para que pueda concentrar los suspiros adolescentes en la glorificación de una divinidad, pues obvio. Es simplemente una señal de respeto. El silencio, a veces, es gloria, o algo así.
Pero que su majestad, el Rey de la Madre Patria, le zumbe a uno un tapabocas, aunque sea un tapabocas verbal y no físico… ¡Ay Chavesito, pobrecito!
-Es que tengo mucho que decir, y ese acento no permite pausa-, diría Chavesito.- ¡Aparte que con la arepa que tengo media comida dentro del buche, no oigo nada!
¿Ya vieron el vídeo en You Tube? Esta escena la concibió Pedro Almodóvar, estoy seguro. El actual Primer Ministro español, José Luis Rodríguez Zapatero, defiende a su rival y ex-jefe de gobierno, José María Aznar, ante el ataque de Chávez, quién tilda a Aznar de “fascista” porque supuestamente respaldó el fallido golpe de estado contra Chávez en el 2002. Chávez habla y habla, interrumpe y no se calla. De repente, su Majestad, quién había permanecido callado con una mueca de desazón en sus labios durante el intercambio, extiende su brazo y su bien perfilada cara hacia Chávez y le dice “¿Por qué no se calla?”
Aunque la verdad es que el Rey perdió el caché. ¿Desde cuándo el Rey se rebaja a hablarle directamente al bufón de la corte? El Rey debió seguir el protocolo milenario de los personajes históricos de alta alcurnia, y mandar el tapabocas a través de otro. Digamos, la Presidenta de Chile, Michelle Bachelet, anfitriona de la XVII Cumbre Iberoamericana, en donde Chávez se metió en este lío trasatlántico.
Porque eso es lo que pasa en las parrandas. Si el borracho de esquina llega de improviso, y se pone a cantar “El lechón se come, se mata y se pela…” en el más desafinado y, generalmente, catastrófico de los tonos musicales, el anfitrión es el que lo exhorta a callarse, rellenándole la caneca de ron, o dándole un cubetazo en la calva.
El problema, claro está, es que Chavesito está forrao. Con el precio del petróleo llegando a los cien dólares por galón, Chávez tiene más chavos que el Rey. Dentro de poco, el Rey va a tener que vender par de coronas, túnicas y cetros en EBay para sustentar los vicios de la realeza: el buen caviar, y las fotografías en Hola. Y Chávez, que conoce la ventaja de las verborreas en las dictaduras, no se va a callar. ¿Quién sabe? A lo mejor Chávez descubre en su árbol genealógico una conexión con la realeza española. No se extrañen que dentro de poco, el bufón sea el Marqués de Calatrava.
“The King is dead. Long live the King!”
jueves, 1 de noviembre de 2007
Mujeres
Pensar en las mujeres equivale a pensar en el mañana. O en el futuro. En lo impredecible. Los hombres no las entendemos, y en vez de intentarlo, nos jactamos de la imposibilidad del asunto. “¿Quién las entiende?” Nadie...si no se intenta. Pero para entenderlas hay que mimarlas, hay que admirarlas, hay que observarlas. Mirarlas con deseo, sexual e intelectual. Nada más sexy que una mujer inteligente, segura de sí misma. Las reconoces en la calle: caminan elevadas por sus zapatos, dirigen la mirada a todo, te devuelven la mirada, retándote a retirarla. Conservan lo femenino en su seguridad. Te miran y aseguran su dominio, pero sin arrogancia. Sí, su dominio. Los hombres pensamos en las mujeres todo el tiempo. Pensamos en nuestras madres, nuestras esposas, nuestras amantes. Pensamos en la secretaria, la enfermera, la criada, la maestra. En la presidenta, en la jefa, en la gobernadora. Bellas, todas bellas. Aceptan un cumplido con una sonrisa pícara, y a veces con un poco de colorido en las mejillas. Bellas, todas bellas. Todas tienen algo bello. Que si los ojos, que si los labios, que si las mejillas. Que si el dedo gordo del pie. Todas tienen belleza física. Que si la lealtad, que si la seguridad, que si la fortaleza. Todas tienen belleza emocional. Que son maestras, enfermeras, administradoras, abogadas, doctoras. Todas tienen belleza intelectual.
Pero para mí, y para mi padre (y por lo tanto, para mí) lo más bello son las piernas.
Pero para mí, y para mi padre (y por lo tanto, para mí) lo más bello son las piernas.
miércoles, 5 de septiembre de 2007
Mañana de septiembre
Abro los ojos y me revienta la ausencia de luz. Hace unas semanas, a las siete, el sol deslumbraba como si fuera mediodía. Ahora, en las vísperas del otoño, las siete permanece envuelta en la penumbra espectral, como si la noche no quisiera dar paso al sol. Así empieza el SAD, seasonal affective disorder. La verdad que nos inventamos una enfermedad para todo. La depresión que acompaña los acortados días de invierno tiene diagnóstico y cura. Igual que el restless leg syndrome. ¿Una enfermedad que se manifiesta porque las piernas no se quedan tranquilas? ¿Qué ridiculez es esa?
Lo próximo es una cura para la felicidad. Es una enfermedad, dicen las farmacéuticas. Se los juro. Impide la concentración en el trabajo.
Lo próximo es una cura para la felicidad. Es una enfermedad, dicen las farmacéuticas. Se los juro. Impide la concentración en el trabajo.
lunes, 3 de septiembre de 2007
El Principio
Te preguntarás el por qué del cambio. La pregunta entonces sugiere otra: ¿qué importa un nombre? Por el momento te contesto que no es un cambio lo que ves, sino una reorganización del orden, un desmadejamiento de lo que indica una primicia para crear novedad. Esta novedad, aunque parezca frívola o altanera, obedece a una calibración esencial de todo humano enfrentado a un novel vivir.
Había desorden en el nombre, porque el que escribía no reconocía el orden. El que escribía (el que escribe estas líneas) entiende que el mapa trazado hasta ahora identifica a Rubén como protagonista. Pero Javier es el que vigila los entreveros del cerebro para poder encontrar una resolución a la disputa. Ciencia o arte, probetas o sinalefas, Celsius o posdata. La dualidad es irresistible, es una simetría siamesa. Ambos existen , digamos coexisten, pacíficamente a veces, otras se enfrentan los cabos sueltos. Al final, siempre queda el uno, indivisible.
Por eso la reorganización del nombre. Porque el que escribe estas líneas es Javier.
Y si alguno de ustedes tiene fiebre, Rubén lo podrá ayudar. Pero su blog queda en otro lado.
Había desorden en el nombre, porque el que escribía no reconocía el orden. El que escribía (el que escribe estas líneas) entiende que el mapa trazado hasta ahora identifica a Rubén como protagonista. Pero Javier es el que vigila los entreveros del cerebro para poder encontrar una resolución a la disputa. Ciencia o arte, probetas o sinalefas, Celsius o posdata. La dualidad es irresistible, es una simetría siamesa. Ambos existen , digamos coexisten, pacíficamente a veces, otras se enfrentan los cabos sueltos. Al final, siempre queda el uno, indivisible.
Por eso la reorganización del nombre. Porque el que escribe estas líneas es Javier.
Y si alguno de ustedes tiene fiebre, Rubén lo podrá ayudar. Pero su blog queda en otro lado.
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