lunes, 26 de noviembre de 2007

Cuento (de mi próxima colección titulada "Julia/Cuentos de invierno")

Apoptosis

Muerte celular programada.
-Nuestras células lo saben. Conocen el término de la vida. Y nos lo esconden.
Traté de explicarle a Juana, pero Juana vive en otro mundo. Vive esperanzada en su fe. No escucha los racimos de noticias que sugieren que la fe está muerta. Que lo que cree no está al alcance de nuestro entendimiento. Cita a Aquinas, y reconozco que la intuición me acalora. Pero mantengo mi argumento.
-Ahora me dices que las células de nuestro cuerpo están predestinadas.
-No tanto así, Juana, pero sí tienen la información codificada en su ADN, que les dice cuándo comenzar a morir.
-Conocer la meta no desvalora la carrera.
-No, pero la mancilla por la trampa del camino. Si alguien sabe que la carrera se puede acabar antes de tiempo, cuando a alguien o algo le salga de los cojones, entonces, ¿para qué seguir?
-Vete al carajo.
Ya que no va a haber sexo esta noche (está preprogramado en cualquier argumento de esta índole) me refugio en las noticias. Todos los canales, las mismas noticias, con modelos más o menos atractivos, con sonrisas de porcelana y cloro, con dientes perfectísimos, sin nicotina, ni cafeína, ni cualquier –ina. A ninguno lo conozco, pero todos se dirigen a mí, como si fuera su primo.
-¿A dónde vas?- la veo salir alabastrada del baño.
-A misa. Deberías venir.
Es como advertirle de los peligros del cigarrillo, y lo pensara fumándose uno.
-No, hay partido del Barça a la una.
-¿Qué importa, si sabes quién va a ganar?
Su sarcasmo me enloquece, pero de buena manera. Por eso me gustas tanto, baby. Porque me acantilo en tu miasma, y tú me desbordas.
-Okay.

La misa comienza como siempre, con el aleteo de los fieles que llegan tarde, con la parsimonia de aquellos que como yo llegan arrastrados por la conciencia, o por la esposa o la madre. Los adolescentes son los peores, llevan su desprecio en la cara, como si la iglesia fuera la fusta que les impide vivir.
-En el nombre del Padre, del Hijo…
El padre comienza y parece que está aburrido. Sus inflexiones son asombrosamente inermes, sin los parnasos paradisíacos de los salmos. Sus gestos, la señal de la cruz, la bendición, la lectura, todos permanecen hincados a una irreducible realidad de abolengo, una insegura bendición a aquellos que tienen más fe, a aquellos que ostentan la beatitud con la seguridad de un carro-bomba.
La misa me recuerda mis días en el internado. Los tartamudos como yo pedalean sobre la verdad, apañados sobre la cuerda floja gramatical. El padre Adolfo, director del internado, me lo advirtió: «gárgaras de agua de tomatillo, rosarios vespertinos, té de sándalo y verás como te curas. Es todo por falta de voluntad». Tanto rezo aglutinado a las tres de la mañana, tanto té, no producía la mejoría. Quedé paulatinamente tartamudo.
El padre nunca sospechó que mis pensamientos también tartamudeaban. Cuando mi frase se trababa en la laringe, y mi boca parecía picotear un gusanillo, mis párpados rechinaban como un par de esparadrapos limpiaparabrisas. No solamente se contraían los músculos laríngeos y del diafragma, sino que las señales mandadas por el área de Broca sobre el salvoconducto de los nervios craneales no fluían directas y encadenadas. Había badenes, carencias rústicas, y desperfectos de neuro-transmisión imposibles de colindar en aquel entonces. Por más rosarios que desligara en mi mente, la tartamudez no tenía salvación.
Y menos cuando dejé caer la hostia al suelo. El amén me salió triturado entre los dientes. Causó una conmoción en mis labios que deshizo la hostia en pedacitos, cayendo como caspa sobre la baldosa. Y para colmo la pisé, para que nadie se enterara.
La congregación no lo notó, pero el padre Adolfo sí.
Me hizo inventarme palabras que tuvieran algún significado apócrifo. Así surgieron «esfroncinio» y «lumbardo». Ahora no recuerdo lo que señalaban, pero el padre las masticó como hule, y me rebajó el castigo por un día. Seguí inventando palabras para ver si acumulaba suficientes días, por si acaso otra demolición de hostia. Pero no trabaja así, me lo aseguró con la mirada cuando se lo sugerí. Salió del cuarto y se persignó dos veces. Yo hice lo mismo.

Al momento de la eucaristía, siento un halón en el brazo.
-Ven.
Pienso que nos vamos, pero Juana me agarra la mano y me guía a la fila de la comunión.
-Juana…
-Esto te va ayudar – suspira.
-Es que no me he confesado.
-¿Y qué? ¿Acaso tus pecados son tan malos?
-Para ser tan piadosa eres muy curiosa. Eso es entre Dios y yo.
Ya habíamos tenido esta conversación una vez. Ella tratando de indagar dentro de la cueva de mis pecados. « ¿Acaso son tan malos?» Como esperanzada de que lo escondido fuera venial, e insignificante.
-Juana.
-Too late.
A tres pasos del padre, la conversación cesa. Adquiero la mirada de recogimiento necesaria para el rito. Acepto la ostia en mi boca. La mastico poco a poco mientras me encamino a mi asiento. Me arrodillo para continuar el momento de reflexión. Bajo los ojos, cuento las losetas del piso y mastico la ostia. Parece vieja, no tiene el crujir de las galletas frescas. Sabe a hule. No bebí el vino. ¿Para qué? Siempre es de cosecha barata.
-¿Acaso fue tan difícil?

Creo que le conté del aborto una vez. Salí con la hermana de mi amigo. Me mantuvo en un hilo durante toda la relación, se pasaba hablando del ex novio. Una tarde me fue a visitar y la encontré distante, distraída. Al momento del sexo, me quité el condón, dizque porque no sentía nada. Me vine dentro de ella, consciente, como tratando de inculcarle un grillete. Entre gemidos ella trató de escaparse, pero yo pude más.
A los dos meses, sentenciada, me llamó. Convenimos encontrarnos para discutir el aborto. Creo que sus lágrimas eran más por la finalidad del procedimiento que por la finalidad de nuestra relación. La llevé esa semana. La oficina estaba en la parte mala de la ciudad, escondida, sin letreros ni publicidad. Al abrir la puerta, se escapó la apeste a desinfectante. La sala de espera permanecía silente, sin música instrumental ni baladas histriónicas. La llamaron. Yo me escabullí a fumar. Creo que le pregunté a la enfermera si podía estar con ella, y me dijo que no.
Al salir, ella estaba recogida sobre sí, como si le hubieran echado un balde de agua fría. La llevé a mi apartamento, y allí durmió intranquila. Yo la miraba y pensaba, ¿y ahora qué?
Lo peor es que seguimos la relación. Ahora sé que es parte del proceso de recuperación. Imposible deshacerse de un feto y del novio a la vez. Una ruptura tajante conlleva un desligue gradual. Tanto así que no supe de su infidelidad hasta que noté una secreción verdosa y ardiente saliendo de mi pene. El médico confirmó que tenía clamidia. Me recomendó contactar a mis compañeras sexuales para prevenirles. Sólo tenía una.
La confronté. Ella bajó sus ojos achinados y confesó que estaba con su ex.
–Entonces él te dio clamidia a ti. Quién sabe de dónde él la contrajo- insinué una cadena perpetua de infidelidades.
-Lo amo.
Y con eso fue a su médico, quién le recetó unas pastillas a ella y a su ex novio.
Yo me fui con los amigos de viaje, y las jodídas pastillas me quemaron la piel

Mirando las circunstancias luego de tantos años (escuché ayer que ella se casa con el ex) no me sorprende la inmediatez de lo final, ni la apoptosis del momento. Todas las decisiones fueron diagramadas, con sus posibles efectos. Una sola variante catapulta el camino hacia otra vertiente, y tal vez no me da clamidia, y tal vez ella no se casa con el ex. Pero la relación tendría su final, sin importar el camino.
Juana no respondió nada cuando le conté. Aunque su insistencia en saber mis pecados mortales me hace dudar si recuerda éste, o si como yo, no lo considera pecado, más bien un desliz de la naturaleza, o peor, una simple variante de la desidia humana. Sea lo que fuera, la ostia se ha pecado a mis muelas, y tengo que usar mi dedo para desprenderla.
Un pedacito de ostia masticada se ha metido debajo de mi uña.
Si ese pecado marca un hito, los otros son menos transcendentes. No mato ni robo, pero sí miento. El adulterio es esa comparsa de momentos que abanica a la vida. Es lo único que me hace sentir vivo, de milagro.
-Y a mi, ¿me has sido infiel?
La pregunta se desliga de mis labios. Salimos de misa agarrados de mano. “Paz, paz, señoras y señores, oremos por la paz”, y lo que dice el padrecito es real. Así que la paz permanece incrustada con la ostia en mi uña, hasta que salimos de la iglesia, y el mundo acalorado de agosto penetra poros y rasgaduras, y comienzo a sudar.
-¿En realidad me crees capaz? ¿O es que juzgas por tu condición?
-Si yo te hubiera sido infiel, nunca lo diría, nunca lo confesaría.
-¿Y al padre?
-Es diferente. Con él no corro el riesgo que me lo corte.

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