sábado, 1 de agosto de 2009

Vuelta a la escritura



Las tres de la mañana parece la hora apropiada. Todo el silencio (otra vez el silencio) pincelado de vez en cuando por el ir y venir del aire condicionado. Aquí no hay coquíes, no existe el nocturno cacofónico y sinfónico (todo a la vez, son unos genios los coquíes) que estimula la vicisitud creativa.

Me meto a mi estudio (u oficina, o campo de concentración, o cámara de tortura. Total, escribir es eso y más) y decido que este verano, con todas sus distracciones, en vez de darme un espacio cincelado y pacífico para la lectoescritura (palabra que sorprendentemente mi corrector no corrige y me obliga a buscarla en el diccionario, donde se define como “1. Capacidad de leer y escribir.2. f. Enseñanza y aprendizaje de la lectura simultáneamente con la escritura.” Y pensar que pensaba que estaba siendo original) me ha dado un continuo dolor de cabeza y unos intentos atropellados por sobrevivir.

Ahora que el verano comienza menguar, y los días empiezan poco a poco a contraerse, es el momento de recuperar el hilo narrativo, el cordón umbilical, y seguir escribiendo.

¿Y qué mejor manera de recomenzar que releyendo?

Agarro algunos volúmenes, los capitanes en sus catafalcos, como he dicho antes que son los libros, y empiezo a hurgar entre sus páginas. Encuentro esto de Carlos Roberto Gómez Beras:

Sin existir
el hombre era una palabra
que nadie repetía

Y lo cierto de esta aseveración (redundancia, porque la aseveración siempre es cierta, aunque sea para el que la emite) es que la relación del hombre y la palabra es yuxtapuesta, y que el hombre nace de la palabra, es una palabra, aunque nadie la repita, pero existe en su intención de ser.

Encuentro esto de Ernesto Sábato:

“Todo escritor conoce esa desazón, esa tristeza que lo invade cuando siente las limitaciones de su arte”

Y decir que es tristeza lo que se siente es poco. Hundimiento, depresión, decaimiento, postración, abatimiento, son sinónimos menos circunspectos. Es que el papel y la tinta parecen ilimitados en su capacidad de creación.

Recuerdo la desesperación existencial de Augusto Pérez, cuando confronta a Miguel de Unamuno, su creador y le grita “El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel; morirá usted y morirán todos los que me piensen!” Porque el límite de la literatura transgrede el papel. La palabra hunde sus colmillos en la sien, crea un salvoconducto entre papel y mente (o entre mente y computadora, lo cual es explorado en la ciencia ficción) el autor piensa que todo es posible, que llorar, gritar, reír, amar, matar, mentir, beber, follar, todo es posible en el mundo de las letras. La creación literaria es un éxtasis profundo, un descenso sin fin hacia las miles de posibilidades. Es, como el Miguel de Unamuno de Niebla, ser un dios.

Hasta que se desensortija el sentimiento creativo y surge la aseveración de algo mucho más poderoso, la vida real. Entonces los deseos de creación que las letras entronizan son suplantados por las responsabilidades de subsistencia, que anonadan, que aplastan, que duelen. No es que la vida real sea menos que la imaginaria. Al contrario, una se nutre de la otra. Pero ¡que facilidad de recomponer los teoremas vitales en el papel, que sosiego desentrañar errores y fantasías con el teclado, que tranquilidad aunar lo intransigente de la madeja económica con el simple sigilo del paso del papel ante el viento!

Me llama la vida, en los acordes sincopados del egoísmo infantil, creado por su incapacidad de autosuficiencia. Nutrición, sustento, ropa, educación. Protección.

Es lo que piden las palabras.

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