lunes, 2 de febrero de 2009

Diario


Buscaba qué escribir, en estos días en que hay tanto que procesar que las palabras no surgen, sino que se quedan trancadas, preñadas de deseo de salir.
Por ejemplo, escucho un sonido grave y poderoso, que me hace saltar del asiento, para confirmar que todo está bien, sólo para descubrir la carita traviesa de uno de mis hijos que cerró de un empujón una puerta.

Afuera, el viento también crea espejismos auriculares. O alucinaciones auditivas. Ya no sé.

Pero buscando qué escribir, reviso todos los archivos electrónicos, en computadoras, jump drives, diskettes, etc. No encuentro nada reluciente, nada nuevo, todo viejo, procesado, editado, a veces insalubre, sí, a veces las palabras, como el vino, se dañan.

Hasta que recuerdo el baúl. Le decía el baúl de los recuerdos, regalo de uno de mis mejores amigos, lleno de fotos, papeles, monedas, boletos de viaje, mapas; en fin, todo lo que componen los recuerdos humanos.

Allí encontré mi antiguo diario.

Se supone que los diarios estén bajo llave, inaccesibles a la curiosidad casual. El secreto se mantiene para no despertar una emoción prohibida (de esas que también mantenemos bajo llave en el subconsciente). Los secretos del diario pueden revelar las debilidades de una persona, sus sueños, sus deseos. El diario es confesor y médico a la vez, es terapia ocupacional, es diatriba de locos para mantener la locura atenazada a sus páginas.

Pero aquí está el mío. Lo abro al azar. Esto es lo que cuenta:

“28 de noviembre de 1997: ¿Qué busco? Una luz tenue que ilumine la tormenta que se avecina, el frío del invierno, suave y discreto al acercarse. Lapa que relame impregnando el relieve áspero (como barba de siete días) con su sudor somnífero. Poco a poco avanza. ¿Para qué? Dentro de una semana Puerto Rico. Para escapar ¿de aquí? Seguro. De mí mismo no hay escape. Siempre voy conmigo. A todas partes, a donde sea.”

Han pasado once años de eso. Parece que la cosa no ha cambiado mucho.

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