viernes, 27 de febrero de 2009

Are the humanities relevant in the 21st century?


An article this week in the New York Times asserts that the humanities are in peril of becoming irrelevant, a victim of the current economic downturn. The article, titled “In Tough Times, the Humanities Must Justify Their Worth”, reports on the dwindling offering of humanities courses at universities, and that the humanities “are under greater pressure than ever to justify their existence to administrators, policy makers, students and parents”, lest they “return to being what they were at the beginning of the last century, when only a minuscule portion of the population attended college: namely, the province of the wealthy.”

My first reaction is obvious outrage. Do we really need to justify the humanities? Will the humanities really become the "province" of the wealthy few?

After I blew my gasket, and started thinking rationally again, I realized that, in our very complex, industrial, capitalistic world, we do need to justify the teaching of the humanities. It’s not enough to argue that the humanities are an integral part of the universal education of every human; or that they help in the search of truth, individualism, reality, or whatever other abstract measure of value we can come up with.

In a recent essay I wrote for the Journal of Hospital Medicine, titled “The medical humanities as tools for the teaching of patient-centered care” I argued that to include the humanities in the medical school curriculum “in hopes that the clarification of such association will provide medical students a broad-based assessment, a so-called world-view, from which they can become introspective and humanistic when faced with their patients” is a lofty goal, but that “the driving force behind the medical humanities should shift to a quantifiable, evidence-based assessment of its goals.”

We must evolve our thinking for the inclusion of the humanities within higher education, and turn it into a value-added argument. It’s not enough to say they are an integral part of general education. We must demonstrate that the humanities add value to a person’s educational and vocational goals, and that these goals positively impact the bottom line of the corporation or organization that would hire them.

In my position as a medical educator and a humanities scholar, I argue every day that the interaction of the medical humanities in medical school education is valuable. After banging my head against the wall a few times, I switched tactics and set out to demonstrate the value of the humanities in medical education by proving that doctors educated not only in science (anatomy, physiology, etc.) but also in the humanities have a positive, measurable impact on patient satisfaction and health outcomes.

Why can’t we demonstrate the same thing for the humanities in general: that a humanities education makes workers more reliable; that they have better analytical skills and perform better than their peers; that a humanities education improves upon work and costumer satisfaction, and provides a better educated, more complete individual? Why can’t we prove that, in our increasingly technologically dependent and myopic world, the individual educated in the humanities adds value to a corporation or a government agency by having a wide angle view of situations and projects, and becoming an integral person in the accomplishment of the mission of the organization?

It may sound counterintuitive, but the way forward for the humanities is to scientifically prove their relevance.

Only when get beyond the feel-good reasons for the inclusion of the humanities in higher education, and decide to demonstrate their value in economic terms, will the death knell for the humanities stop once and for all.

martes, 24 de febrero de 2009

Pedicura marina


San Juan, Puerto Rico
Martes, 24 de Febrero de 2009

Prohíben usar peces para pedicura

TALLAHASSEE, Florida — Un tratamiento de moda, en el cual peces mordisquean la piel de los pies para eliminar células muertas, ha sido vedado por las autoridades de Florida.




Son callos. O tal vez juanetes. Como quiera me los jampeo, porque parecen bizcochitos, pastelillos de guayaba. La ventaja de la pecera es que los olores no traspasan la cortina húmeda del agua, porque si no, no hay quien trabaje aquí.

Goldficho renunció ayer. Problemas de sobrepeso, le dijo el veterinario. Claro, si le encantaban los juanetes. Sobre todo los de las orcas. Sí, las orcas, así les decimos a las señoronas que llegan calzando zapatos talla 5, enhorquetados con tacones de cuatro pulgadas, cuando lo que tiene son unas planchas de elefante que al menos debían ser talla 12 de hombre.

Pero a Goldficho le encantaban, decía que usaba la imaginación y veía en las orcas una fuente seductora de piel, unos mogotes descascarados de dermis que arrancaba lentamente, sorbiendo las células epiteliales como si estuviera lambiendo un dulce algodonado.

Mientras, Gatúvelo disfruta trabajando. Se pega como lapa al tobillo, se encorva acomodando su cuerpo a los contornos del talón, y acerca sus labios fogosos de pez-gato a la piel, como si la fuera a besar. Usa su lengua pedregosa para suavizar el epitelio escabroso de las señoras. Mientras chupa, usa sus bigotitos para causar descargas de risas en las clientas.

Una de ellas le susurró un día a la jefa, Mai Chilí, que los bigotitos le causaban descargas orgásmicas y dejó propina de cien dólares. Como recompensa, Mai Chilí colocó a Gatúvelo en una pecera particular, con filtro de piedras pómez, traídas de las aguas térmicas de un volcán centroamericano. Desde entonces, no hay quien se aguante su altanería.

Yo estos días estoy a dieta, y solo puedo mordisquear las puntas de los pies y las uñas. Sufro mirando el banquete que se dan los otros peces, pero tengo que sacrificarme. Si no, cuando venga Nemo se me escapa de nuevo con otra. ¡Y con lo cuentero que es! ¡Dizque se le perdió el papá y navegó con tortugas y anémonas! ¡Quién rayos se creé eso!

lunes, 23 de febrero de 2009

¿Diáspora puertorriqueña? La cuestión es una cuestión



No me sorprendió el artículo publicado este domingo en el periódico El Nuevo Día acerca de la diáspora puertorriqueña. No me sorprendió que se estime que la mayoría de los puertorriqueños ya no vivimos en la isla. Ni siquiera me sorprendió la casualidad de que este artículo saliera a unas semanas de mi charla en el Recinto de Aguadilla de la Universidad de Puerto Rico acerca del mismo tema.

Me sorprende que todavía haya gente que se sorprenda.
No me sorprende que el tema tenga tanta vigencia hoy como hace cincuenta años.

Me mudé para los Estados Unidos en el 1990. Todavía recuerdo ese día caluroso de agosto en que mi abuelo nos llevó al aeropuerto para despedirnos. Recuerdo el lloriqueo de mis hermanos y mi ansiedad por mostrarme fuerte, impasible, porque soy el mayor y tenía que ser el hombre de la casa, pues mi padre ya estaba acá, coordinando la mudanza. Recuerdo mirar a través de la ventanilla mientras el avión se elevaba hacia cielos perfectamente brillantes, más brillantes aun por las lágrimas que finalmente rebasaban el límite de mis párpados, y ver como se alejaba esa isla, la isla fantástica y de fantasía que me vio nacer y a la que, en aquel entones, imaginaba nunca volvería a ver con los mismos ojos isleños.

Este año cumplo 19 años fuera de la isla. El aniversario no es ceremonioso a simple vista, pero lo es por lo siguiente: este año se divide mi vida exactamente en dos. Habré vivido mis primeros 19 años en la isla, y llevo 19 años en los Estados Unidos.

En estos 19 años he crecido. Mi vida ha cambiado: soy padre y esposo, médico y escritor. Soy más cínico, menos inocente, más desconfiado. He clarificado las prioridades de mi vida. Y sigo viviendo acá, soñando con regresar permanentemente, pero dudoso de la posibilidad.

Pero lo que no cambia es uno de los ingredientes primordiales de la diáspora: mi plena identificación como puertorriqueño.

En el número inaugural de la revista Diáspora, William Safran, Profesor Emérito de Ciencias Políticas en la Universidad de Colorado en Boulder, describió seis características esenciales para definir el concepto de diáspora:

1) Ellos y sus ancestros han sido dispersados de un “centro” originario específico a dos o más regiones “periféricas” o extranjeras.

2) Deben mantener una memoria colectiva, una visión o un mito acerca de la patria original- su localización geográfica, su historia y sus logros.

3) Creen que no son – y tal vez no serán- aceptados completamente por la sociedad anfitriona, por lo que se sienten alienados y aislados en ella.

4) Consideran a la patria ancestral como el hogar verdadero e ideal, y como el lugar a dónde ellos o sus descendientes volverían (o deberían volver) cuando las condiciones sean apropiadas.

5) Creen que deben, de manera colectiva, comprometerse al mantenimiento o restauración de la patria original y a su prosperidad y seguridad.

6) Continúan relacionándose, de una u otra forma, con la patria, y su conciencia “etnocomunitaria” y su solidaridad son definidas por la existencia de esa relación.

El único de estos apartados que no aplica a mi situación es en lo de la aceptación en la “sociedad anfitriona”. Nunca he sentido el malicioso aguijón de la discriminación (al menos no de manera obvia o directa) y siempre he sido “aceptado”, a pesar de haber vivido toda mi vida en el sur de los Estados Unidos, una región de reputación dudosa en cuestiones raciales.

El resto de los apartados me coloca plenamente dentro de la diáspora puertorriqueña.

Si es que en realidad podemos catalogar los movimientos transmigratorios puertorriqueños como diáspora, o, como ha escrito el profesor Jorge Duany, vivimos en una migración pos-colonial.

Pero de eso les hablo en Aguadilla.

sábado, 14 de febrero de 2009

Cupido el terrorista



En honor al día de San Valentín, les regalo mi cuento, Cupido el terrorista, parte de mi primer libro de cuentos, La soberbia venganza del verbo.

Cupido El Terrorista

miércoles, 4 de febrero de 2009

Facebookeando, o la vitrina de cristales ahumados



Hace unos días, en mi página de Facebook, me encontré con esos jueguitos de personalidad que cruzan las fronteras de nuestras ciber-islas. Era la lista de las “25 cosas”, en otras palabras, escribir una nota con veinticinco datos novedosos, personales, sobresalientes (o simplemente salientes) de la vida de uno. Era como si uno buscara en el sótano de una casa y pudiera componer un perfil personal a base de 25 objetos encontrados al azar.

Me tomó mucho tiempo aceptar el reto. Y me tardé mucho tiempo precisamente porque lo consideré un reto.

En una conversación reciente con una persona a la que admiro mucho por su sagacidad intelectual y su don de leer a las personas (una lectora intertextual. Julia Kristeva definió la intertextuliadad apuntando que "todo texto es la absorción o transformación de otro texto"), nos abstraíamos por la percibida falta de privacidad en el mundo actual. Los métodos de telecomunicación, el dinero electrónico, la facilidad de incorporación cibernética (avatares en juegos como Second Life; páginas de MySpace y Facebook; sitios de citas como cupid.com y match.com; aparte de la incorporación cibernética más concupiscente, es decir, el porno cibernético) todo conspira (aparentemente) contra una privacidad en la que los secretos ya no son tan secretos, y donde los misterios de la vida individual desaparecen.

Pero luego nos preguntamos, ¿es esta aparente apertura, este atisbo abarcador a la individualidad, esta pérdida de privacidad, real?

Es claro que cuando usamos nuestras tarjetas de crédito o tarjetas de descuento, cuando abrimos una cuenta de correo electrónico o utilizamos nuestros móviles, dejamos huellas que no se borran, que quedan tatuadas en la piel binaria de ese otro mundo elemental, preciso e incorpóreo. Pero sin ahondar en la ontología de lo que es “real” o no, me parece que algo se esconde detrás de esta aparente apertura personal. La vitrina, me parece, expone objetos detrás de unos cristales ahumados.

Tomemos por ejemplo el “status update” de Facebook. En una línea, la persona puede comunicar al mundo lo que está haciendo, sintiendo, observando, en cualquier momento. Estos “updates” sirven para invitar a fiestas; elogiar a alguien por algún gesto; o simplemente para establecer que uno está “aburrido”, “enfermo”, “listo para mis vacaciones”, “en la calle” o “en el gimnasio”. A veces se convierten en carteleras publicitarias para expresar frustración con los políticos, desilusión con los amantes, o simplemente para dar una respuesta concreta a una pregunta que queda envuelta en el misterio de los interlocutores (“NO y Punto” leí hoy). Mi amigo Elidio Latorre Lagares observó el potencial lírico de estas actualizaciones e inventó una actividad “facebookiana” en la que se compilaban estas oraciones como versos de un poema.

La socialización que promulgan estos lugares establece una cierta realidad, una visualización, y más aún, un compromiso entre los participantes de que: este soy yo, esto es lo que me pasa, estas son mis fotos, esto es lo que pienso, y sí, aquí están las 25 cosas que al azar se me ocurren para individualizarme aun más.

Me parece que la confianza que existe entre los miembros de esta comunidad carece de fundamento.

Se asume que lo que se ve es lo real, lo original, la persona, pero se obvia (tal vez por simple necesidad de esta estrechez personal) el potencial de falsificación, del pousseur, tal vez no de manera tan subrepticia o hasta cruel (recordemos el caso de la chica que fue rechazada por un chico a través de myspace, lo cual la arrojó al suicido, para luego descubrirse que “el chico” era la madre de una de las compañeras de estudio de la chica). Pero lo que se asume como verdad completa, lo que a veces se percibe como una desnudez completa de la persona ante el mundo, no es más que un striptease, una ojeada parcial de la vida personal. Es exactamente lo que identifica Roland Barthes en su ensayo “Striptease”: lo que intriga no es la desnudez, sino lo que recubre esa desnudez. El anticipo de la piel es lo que excita; la desnudez plena entonces “desexualiza” a la mujer, e “inmuniza” nuestro deseo voyerista.



De la misma manera, buscamos, en sitios como Facebook, como Myspace, como match.com, un atisbo preliminar, un sustrato incompleto de la realidad que nos excita, pues nos proporciona cierto placer al saciar un elemento de curiosidad natural. Apuesto que la gente que apenas tiene “cosas” en su perfil son más interesantes (desde el punto de vista del cursor) que aquellas que pasquinan sus páginas de fotos, datos y aplicaciones que revelan más y más de ellos.

El reto de estas 25 cosas nace de esta turbación: cuánto revelar de uno, qué decir más o menos, y las posibles consecuencias.

A veces, el silencio es la mejor postura.

Luego de mucha deliberación, llené mi lista de 25 cosas. Pudieron ser 25 millones. Pero ¿a quién le interesa la realidad total de una persona? Es mejor dejar algo a la imaginación, detrás de los cristales ahumados de la vitrina humana.


lunes, 2 de febrero de 2009

Diario


Buscaba qué escribir, en estos días en que hay tanto que procesar que las palabras no surgen, sino que se quedan trancadas, preñadas de deseo de salir.
Por ejemplo, escucho un sonido grave y poderoso, que me hace saltar del asiento, para confirmar que todo está bien, sólo para descubrir la carita traviesa de uno de mis hijos que cerró de un empujón una puerta.

Afuera, el viento también crea espejismos auriculares. O alucinaciones auditivas. Ya no sé.

Pero buscando qué escribir, reviso todos los archivos electrónicos, en computadoras, jump drives, diskettes, etc. No encuentro nada reluciente, nada nuevo, todo viejo, procesado, editado, a veces insalubre, sí, a veces las palabras, como el vino, se dañan.

Hasta que recuerdo el baúl. Le decía el baúl de los recuerdos, regalo de uno de mis mejores amigos, lleno de fotos, papeles, monedas, boletos de viaje, mapas; en fin, todo lo que componen los recuerdos humanos.

Allí encontré mi antiguo diario.

Se supone que los diarios estén bajo llave, inaccesibles a la curiosidad casual. El secreto se mantiene para no despertar una emoción prohibida (de esas que también mantenemos bajo llave en el subconsciente). Los secretos del diario pueden revelar las debilidades de una persona, sus sueños, sus deseos. El diario es confesor y médico a la vez, es terapia ocupacional, es diatriba de locos para mantener la locura atenazada a sus páginas.

Pero aquí está el mío. Lo abro al azar. Esto es lo que cuenta:

“28 de noviembre de 1997: ¿Qué busco? Una luz tenue que ilumine la tormenta que se avecina, el frío del invierno, suave y discreto al acercarse. Lapa que relame impregnando el relieve áspero (como barba de siete días) con su sudor somnífero. Poco a poco avanza. ¿Para qué? Dentro de una semana Puerto Rico. Para escapar ¿de aquí? Seguro. De mí mismo no hay escape. Siempre voy conmigo. A todas partes, a donde sea.”

Han pasado once años de eso. Parece que la cosa no ha cambiado mucho.