“Leer”, escribió Jorge Luis Borges en el prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia, “…es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual”. Unas décadas después, Roland Barthes escribió en El placer del texto: “El texto que usted escribe debe probarme que me desea”.
En una reciente conferencia, sentí, viví, experimenté el vaivén imperecedero de ambas corrientes de análisis literario. El texto, ¿se lee, se analiza, con la resignada intelectualidad de Borges; o se vive, se siente (la textura del texto), se husmea como requiere Barthes?
El texto, como cosa palpada, husmeada, acariciada, permite el aliciente de la sensualidad: el poema que aniquila la duda, la historia que decreta nuevos encantamientos, el ensayo que escudriña con ansia los misterios retóricos. Es una sensualidad catalogada por Barthes como la producción del goce, que crea sensaciones fantasmagóricas, porque a través de la palabra, del texto, traspasamos el umbral del tiempo, y nos dejamos seducir por los muertos, y por sus espíritus.
El texto, como cosa escudriñada intelectualmente, obedece a un deseo de búsqueda de la verdad. Es verificar que el palimpsesto contiene ánimo de muñeca rusa, escondiendo preguntas más pequeñas y limitadas, y a la vez más justificadas. Es sentir por buscar, es abrir la tumba, desdeñando el olor a muerte, para capitular sobre los huesos envueltos por la osamenta.
¿Qué hacer? ¿Se desdeña lo uno para justificar lo otro? ¿Se ataca el sudor del intelectual de la intelectualidad, acusándolo de caer en las fauces de las ciencias sociológicas, criticando su hábito de utilizar textos teóricos como fuentes primarias de iluminación? ¿Se critica al intelectual emotivo, que busca el sudor en el texto, raspando sus palmas contra las páginas, como sistema Braille o la Ouija, buscando la verdad que todos buscamos entre las osamentas literarias de textos tan polvorientos como usados? ¿Somos teóricos obsesionados con el academismo? ¿Somos guardianes de criptas malolientes?
Estos vaivenes se observan mejor a distancia, la del tiempo, y la del espacio. Lo bueno es que estos vaivenes no son nuevos, ni se han resuelto. Y esa es la clave. Resolver el vaivén no importa, sino contemplarlo y tirar a un lado o a otro. Porque el criticómano de hoy inevitablemente es el criptómano de mañana.
No vale la pena intentar enterrar a uno, para luego cuidar su tumba. Contemplemos entonces la visión de ambos, sin cerrar los ojos, ni cegar al otro. El texto sin textura no causa placer; el texto sin tesura limita la intelectualidad. Se vive con lo uno y con lo otro. Porque, recordemos, el órgano más importante de la sexualidad es el cerebro. O, como nos recuerda Barthes:
“El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas- pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.”
domingo, 24 de febrero de 2008
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3 comentarios:
Aunque entiendo el argumento, o sea, veo la tension entre texto de placer y texto como artifacto cultural, tenemos que recordar que el significado del texto surge no del texto mismo sino de la interpretacion de el, que no hay una lectura unica de ningun texto.
Escribes: "El texto sin textura no causa placer; el texto sin tesura limita la intelectualidad."
Digo que las dos cosas siempre estan en cualquier texto. Solamente hay que leer de distintas manera para oir la voz de o el arte o la historia. El problema, por tanto, no esta en el pobre libro, que tiene que producir o placer o curiosidad intelectual, sino en el mal critico que no deja que salgan muchas lecturas de un solo texto.
La lectura, me parece, depende del lector y no del libro.
¡De acuerdo, mi buen amigo! Pero el lector escoge, y algunos pretenden escoger por él. Hay que luchar contra aquellos que intentan imponernos una sola manera de leer y de analizar un texto. Ese también es un mal crítico.
¡Salud!
Estoy de acuerdo con lo que tu bien dices. Es mas, ya se a quien esta dirigido pero lastima que ese sujeto no vaya a tener el chance de leer tus elegantes palabras.
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