martes, 21 de abril de 2009

Cuento: El Remoto


Me sentaba en frente y me daba todo el poder que necesitaba en la palma de la mano. Luego aprendí que fue semejante al momento aquel en que Prometeo decidió denunciar a los dioses otorgando el fuego eterno a los hombres. Pero en aquel entonces la palma de mi mano era menos que la de ahora, y agarrar todo ese poder me costaba un poco al principio.

Luego, cuando las horas pasaron y los días se volvieron copias del primero, cuando las imágenes se sucedían sin poca variación, descubrí que lo que me asía a ellas, lo que mi mano resguardaba con tanto celo, lo que parecía ser la mejor manera de controlar el mundo, no estaba pegado a mi mano, y lo arrojé.

Cayó sobre la alfombra con un ruido sesgado y hueco. Luego, cuando aprendí las tonalidades de las arpas, recordé ese sonido, como el dejar caer una esfera de plomo al fondo de un alambique, lo asocié con eso y no con las vibraciones angelicales y acuáticas del instrumento. Pero entonces no comprendía las profundidades tonales de los sonidos y no me asusté.

La segunda vez que lo arrojé, lo tiré contra el piso de madera, y lo rompí. Todos los botones salieron volando. La tapa que guarecía las baterías en la barriga plástica explotó, y como un harakiri electrónico salieron todas sus entrañas. Entre chispas y chirridos, el televisor se apagó.

Sólo después de muchos años pude comprender la correlación entre un corto circuito y el desmadejamiento de mi cerebro, pero en aquel entonces solamente disfrute de los fuegos artificiales que causó el despegue del control remoto de la palma de mi mano, y gocé, aunque sobándome las nalgas por la tunda que me dieron, viendo a mis padres, cada vez que querían cambiar el canal del televisor, o subir o bajar el volumen, tenían que levantarse del sofá y recorrer el trayecto de tres metros que los separaban del televisor, una y otra vez, el ir y venir de la angustia y el aborrecimiento.

Pienso que ese poco ejercicio les dilató el final feliz de todos los mortales, pero en aquel entonces simplemente me vengué por las horas que me plantaron frente al televisor, con el control en la mano, y la broma mordaz que resultó dar a un niño control total de un mundo al que no podía acceder totalmente, por la magia de las contraseñas que bloqueaban todos los canales que no eran aptos para menores.

Dar un control incompleto es la peor broma de una democracia.

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