sábado, 5 de julio de 2008

Literati Portorricensis (o sed de lectura)


Imagina que estamos en un templo. Un templo, digamos la biblioteca de Babel de Borges, pero un templo en donde los santos han sido reemplazados por estantes y anaqueles llenos de libros. No hay donde sentarse, sólo estar parado, paralelos, perpendiculares, con anaqueles y anaqueles de libros. Imagina que en esta librería o biblioteca o almacén, los libros no se venden, los libros son gratis. Ni siquiera como la biblioteca, en donde necesitas una identificación que declare con fervor y sin duda que sí, perteneces a la ganga más violenta del mundo, la de los lectores.

Imagina que en esta biblioteca, los libros están a la espera de un pensamiento. En el momento en que el pensamiento se forma, digamos, "El Quijote", el libro sale volando y se deposita, ligeramente, en tus manos. Digamos que el libro te quema las palmas de tus manos, te quema los ojos, te quema el mismo pensamiento que provocó su vuelo. Digamos que el libro produce un placer extenuante, tan efímero como completo, podríamos decir, si no estuviéramos en un establecimiento familiar, que produce un placer orgásmico(murmurado). Shhhhh.

Digamos entonces que al terminar El Quijote, con las palabras “y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna. Vale.” te queda un sabor amargo en la boca, como si te faltara la saliva, o la razón. Digamos que entonces otra neurona concuerda con la dejadez de la saliva para concretar otro pensamiento: "Rayuela".

El texto cortaziano vuela del anaquel, y esta vez, como tienes las manos carbonizadas y las pupilas derretidas por el Quijote, se te mete directamente por la vena…hmmm.

Entonces los rollos de La Maga y los chillidos de Rocamadour y la incuria de Oliveira y el misterio de la ausencia de algún centro se te suben por las muñecas, se radican en la ingle, te cosquillean el cerebelo, hasta que llegas a las palabras finales que no lo son, porque giran en un interminable juego carnavalesco “muera el perro” (cap 58) o “ahá-dijo Ovejero para alentarlo” (cap 131) o “muera el perro” (cap 58) o “ahá-dijo Ovejero para alentarlo (cap 131), hasta que te duele de tanto pensarlo, y te extasías en el laberinto de su sin-sentido, hasta que se te abren los ojos y puedes ver de nuevo, y el libro se te desprende de la muñeca, y quedas sediento de nuevo, y has recuperado la vista pero no la razón, porque el libro te la arrebató. Miras a tu alrededor y ves a millones de adictos con millones de libros engarzados al cuello, arrullados bajo el hombro, embadurnados de páginas, todos sedientos, malolientes, gangosos, ensalivados de más deseo de lectura. Y ves a Dostoievski, y a Hemingway, y a Shakespeare, pero también ves a Unamuno, a Fuentes, a Carpentier, a García Márquez. Y ves y te das cuenta que el virus de la lectura los ha convertido en vampiros, y que cada vampiro tiene un vicio particular.

Y en un esquina, escondido de todos, hay un niño, haraposo, macilento, lleno de pecas y de resentimientos, con una cicatriz en la ceja izquierda. Lo intentas rescatar pero no puedes, ya está ebrio. Su vicio particular es inquietante. Este niño lee a José Luis Gonzáles, lee a René Marqués, lee a Abelardo Díaz Alfaro, lee a Julia de Burgos, lee a Enrique Laguerre. Ante tu vista atónita el niño comienza a crecer, y a engullir todo lo de su dieta selecta. Prefiere los champiñones de Pedro Juan Soto, prefiere los filetes de Rosario Ferré, prefiere los panecillos de Ana Lydia Vega, prefiere los chocolates de Francisco Arriví, prefiere los sancochos de Matos Paoli. Sigue creciendo, un hombre fornido que puede vencer su inapetencia pero no quiere. Sigue engullendo, a Iván Silén, a Luis Rafael Sánchez, a Emilio Díaz Valcárcel. De repente, cuando engulle una ostra tallada en forma del corazón de Voltaire, por poco se parte un diente, descubre una perlita brillocita llamada Seva.

Y el banquete prosigue con un postrecito en forma de oso polar de Mayra Santos Febres. Y cuando ves que el niño llega a la madurez, de repente se estira, se despereza, se alza, y comienza a tergiversar sus brazos, sus piernas, y en un abrir y cerrar de ojos, se ha clonado. Y éste se clona, y éste a la vez, hasta que hay cientos y cientos de clones, con la misma mirada, la misma arrogancia, la misma exactitud ante las cavilaciones inexactas de los que unos llaman lenguaje, y otros llaman patois.

Así comenzó mi vida de lector, con una sed inmensa de lectura. Así me convertí en lo que soy, porque aunque mi querido editor me intitule como “escritor disfrazado de médico”, también soy “un vampiro lector” o un “Dr. Jeckyl y Mr Hyde”.
Aunque en realidad siga siendo el muchachito harapiento y hambriento, con la cicatriz en la ceja izquierda, que leía en la esquina de una biblioteca.

1 comentario:

mariocancel dijo...

Rubén, me gustaría reproducir este comentario en mi espacio de narradores puertorriqueños. Dime si no representa un problema. Es una valiosa refelxión sobre la escritura actual y la voluntar de leer(nos).