lunes, 21 de julio de 2008

The Dark Knight


Anoche vi la última película de Batman, The Dark Knight.
Sí, el interés se acrecentó luego de la muerte accidental de Heath Ledger. Sí, la película ha roto los récords de taquilla para una película en su primer fin de semana. Sí, la franquicia de Batman ha rendido muchos frutos.

Pero algo ha cambiado.

La serie de televisión y las primeras películas de Batman enfatizaban la historia como un cómic. Los efectos visuales eran estrambóticos, Ciudad Gótica era una colección de edificios viciados por estatuas grotescas y deformes, la oscuridad de la cuidad era una suerte de luminosidad. El bien y el mal vivían separados de una línea reluciente y precisa. Batman era un héroe. El Guasón, el Pingüino, el Señor Hielo, el Acertijo, Gatúbela, eran caricaturas, unos símbolos incoherentes de una maldad débil, que obedecían ciertas reglas, que siempre tenían una meta: la venganza, el dinero, el poder. La batalla era fácil, entonces.
El mundo cambió. La línea divisoria entre el bien y el mal, tan clara durante la Guerra Fría, se ha borrado un poco. Su localización es ambigua. El bien y el mal a veces se confunden. El terrorismo de uno es el método de interrogación del otro. La libertades civiles todavía lo son, a menos que atenten contra la máxima más grandiosa del autoritarismo, la “seguridad nacional”. El germen del miedo pulula constantemente, y se aviva para acrecentar la tensión del pueblo, para mantenerlo en línea, para acallar a los que protestan. El patriotismo se ha convertido en la clave mesiánica para la censura. La oscuridad de la ciudad es palpable, el miasma urbano, la costra aceitosa de la maldad.

Esta última entrega de Batman nos recuerda el Batman del cómic, antes de que la serie de televisión disminuyera el alcance filosófico del serial. Porque Batman es esa línea ambigua en la que vivimos. Batman es el antihéroe, el vigilante que se mueve en la oscuridad difusa de una ciudad real, de edificios de concreto, de corrupción y sed de poder, de manipulación urbana. Batman es antihéroe porque carece de certeza moral. En su ambigüedad ética, Batman castiga y tortura. En su heroísmo, Batman no busca salvar a la doncella. En su disfraz, Batman oculta más que su identidad. Esconde la llaga existencial que el ser humano lleva escondida, con la que lucha a diario. Batman es Hamlet.

¿Y qué del Joker, El Guasón?
El Joker de Jack Nickolson, en la película de 1989 dirigida por Tim Burton (que sí sabe de la oscuridad ambigua del hombre: vean “Edward Scissorhands” y “Sweenie Todd”….lo que me recuerda: si reviven al Joker en la próxima película debería ser Johnny Depp) jugaba por jugar, era en realidad un guasón. Sus acciones eran travesuras que obedecían a un deseo patológico de reír, de burlarse de todo y de todos.

El Joker de Ledger es un personaje muchos más complejo, aunque a la vez más simple. Pero es esa simpleza lo que lo hace más desgarrador, más aterrorizante. Como dice el personaje de Alfred en la película, hay hombres que lo único que quieren es ver la ciudad en llamas. El Joker es el criminal sin motivo, el terrorista que lo único que quiere es ver la explosión, sin recompensa, sin fin. Igual que en la reciente película "”The Strangers”. Igual que el Trashcan Man de la novela The Stand de Stephen King. La maldad sin objetivo nos asusta más, porque es una maldad inhumana. Eso es el Joker de Ledger: la personificación del nihilismo y la anarquía. Sin escrúpulos. Sin motivos. Y como le dice el Joker a Batman, ambos se necesitan.

Batman lucha contra una especie de nihilismo justificado, de defender a la ciudad sin importar cómo: espionaje, tortura, vigilancia callejera, secuestro internacional. Batman hace esto y más, y al final queda como otro criminal para salvar el espíritu urbano de Gotham. El Joker queda colgando, y volverá, volverá, como la peste de Camus “y tal vez llegará el día en que, para la ruina y la iluminación de los hombres, levantará sus ratas otra vez y las enviará a morir en una ciudad feliz”.

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