domingo, 7 de junio de 2009
Vicios de identidad y espejismo
Comenta Joseph Brodsky de la humildad del escritor. Que el escritor, sobre todo el escritor en el exilio, debe utilizar la experiencia del exilio para darse cuenta de su presencia en el mundo, un grano de arena más entre los miles de millones de seres humanos. Es difícil, pues como él mismo dice, la angustia existencial del escritor es esa búsqueda de relevancia que nos queja, nos impulsa a batallar a diario (debería ser a diario) contra el papel en blanco, o el parpadeo hipnotizante del cursor.
Por muchos años pensé que mi interés en la experiencia del exilo obedecía a mi historia personal, la misma historia calcada a grandes trazos, pero distinta en los detalles, de todo aquel que abandona su terruño original, sea cual sea la razón. Pero luego de muchos años, he descubierto que mi exilio es, por así decirlo, un exilio doble. No es simplemente el exilio geográfico, el abandono del país natal a otro país de mejores condiciones económicas y sociales, sino que sufro un abandono de carrera y profesión.
La pregunta clave es si soy un escritor exilado en el país de los médicos, o viceversa. Hace poco, mi angustia quedó un poco disminuida por la declaración de un colega, que me bautizaba como “escritor disfrazado de médico”. Me pavoneaba con esta frase, como si fueran palabras mágicas de un encantamiento que rompería de una vez la imagen despechada que aparecía fantasmagóricamente ante mi espejo todas las mañanas. Esas palabras, esos talismanes, pospusieron un asalto a mis inquietudes, prologaron la beatitud forzosa del ser artista, y amedrentaron los vicios pecuniarios que inevitablemente vaticinan una asentamiento ideológico estancado en lo que llamamos “profesión”.
Pero la calma y el sosiego anímico duraron poco. Luego, otro colega se burló de mi aseveración, riéndose cuando propuse la solución a la dualidad profesional. “No seas ingenuo” dijo (más o menos dijo, según recuerdo), “tú eres médico y nada más. Si escribes, es pura casualidad”.
Miré mis manos, observé un leve temblor en ellas. Me imaginé otra persona, escritor a tiempo completo, dando clases o atendiendo seminarios, editando textos, procurando impartir un grado de majestuosidad a la verborrea de otros. Luego recordé lo que soy, lo que genera mis ingresos, lo que me da la paz económica (aunque recientemente, esa paz económica esté amenazada por los fuegos credenciales) y capitulé ante mi ilusión.
Dejé de escribir un tiempo, pues las palabras de mi colega (¡qué feroces son las palabras!) domeñaron esa pizca de seguridad intelectual que me había hecho una especie de carcamán lúdico y acelerado. Seguí viendo pacientes, seguí analizando patologías intolerables, seguí ganando dinero, poco, lo necesario para pagar cuentas y comer en restaurantes módicos. Viajé, poco. Eso sí, seguí leyendo. Uno no quiebra los vicios repentinamente.
Y fue leyendo que volví a creerme, o más bien, volví a crearme. Ya he escrito de la necesidad biológica que para mí constituye la literatura. Leer y escribir son tan esenciales para mí como comer o respirar. Es cierto que uno puede dejar de comer por un tiempo pero eventualmente, el cuerpo pide los nutrientes necesarios para continuar este chapaleteo amedrentado que llamamos vida. Y es por eso que sigo escribiendo.
¿Resuelve esto la crisis de identidad? Creo que ya no importa. Lo que nos llaman, o lo que nos da dinero, no tiene que ver nada con las funciones vitales. Pregúntele a un adicto. Tal vez por eso el colega que me bautizó como “escritor disfrazado de médico” los llama “vicios de construcción”. Y porque como dice Brodsky, si buscamos relevancia, si buscamos significancia en la tragicomedia que es la vida del escritor en exilio (¿acaso no todos los escritores vivimos exiliado de algo?) el título del que escribe no importa tanto. Lo que importa es la creación. Ya Dios los sabía: tantos títulos honoríficos para ser exaltado al fin por su propia creación, el hombre. A menos que sea al revés. Y ya de eso nos habló Unamuno…
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