martes, 10 de marzo de 2009
Ejércitos
Tengo una relación complicada con las fuerzas armadas estadounidenses. Nací en América Latina cuando el continente sufría los estertores del intervencionismo norteamericano en Chile, en Nicaragua, en la República Dominicana, en Puerto Rico. La armada estadounidense, y sobre todo los marines, simbolizaban ese espectro colonialista que se pretendió abandonar con las guerras de independencia y que regresó, como el espectro de Marx o de Derrida, esta vez encarnado en la figura del tío Sam, bigotudo y altanero, listo para corregir los errores sociales de sus vecinos continentales, amparado por políticas anacrónicas como la doctrina Monroe.
En Puerto Rico la dicotomía es aún más complicada, no sólo por la presencia de bases militares, como la ya abandonada Roosevelt Roads, sino por la presencia de miles de soldados puertorriqueños en las diversas divisiones del ejército estadounidense, y los miles de veteranos boricuas que pelearon con distinción en Corea, en Vietnam, y hasta en la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día hay miles de soldados puertorriqueños envueltos en las guerras de Irak y Afganistán.
A la misma vez tengo muchos amigos que son militares, activos y retirados. Siempre he admirado la disciplina militar. Para los militares, lograr los objetivos establecidos por los superiores es lo más importante. La creatividad viene en cómo alcanzarlos. Esto se traduce en el campo laboral en una visión abarcadora, en una determinación indisoluble, en un liderazgo a veces inflexible, otras veces insinuante, pero siempre enfocado. A la vez, admiro el valor con que estos soldados arriesgan sus vidas en pos de una misión y de unos valores incuestionables. Admiro y lloro cada vez que escucho de un soldado caído defendiendo su nación, o a su compañero de brigada, arriesgándolo todo por no dejar atrás al compañero herido. Eso es coraje, eso es heroísmo, y debe ser respetado, si no alabado.
Pero la doctrina militar tiene su lado oscuro. La individualidad subyugada al bien común, sin importar la opinión personal o la moralidad particular, es el mal necesario para la cohesión. Las atrocidades cometidas por los cruzados, los visigodos, los egipcios, los mongoles, los japoneses, los árabes, los nazis, los serbios, los hutu, los estadounidenses, y todos los otros ejércitos envueltos en las diversas guerras de esta llamada humanidad manchan de sangre las páginas de la Historia. En nuestra América, el ejército nacional ha sido el instrumento de venganza y represión de caudillos y dictadores tan divergentes como lo eran Pinochet, Trujillo y Rosas. Y no olvidemos las múltiples guerras civiles que enfrentaron, y enfrentan, a hermano contra hermano, a padre contra hijo.
Lo cual me lleva a una pregunta existencial: ¿la guerra hace necesarios a los ejércitos, o los ejércitos hacen necesaria la guerra? En otras palabras, ¿creamos ejércitos para defendernos, o por belicosidad? Supongo que el miedo al otro y la avaricia son incentivos suficientes para que una nación se arme. Es el motivo principal de la actual guerra en Irak y Afganistán: la prevención militar, como si una guerra pudiera inmunizar a una nación contra otros conflictos.
¿Existe la posibilidad de un mundo sin guerras, sin ejércitos? Lo dudo. En la reciente película Watchmen, el miedo a un ser omnipotente y visible (no el temor a un dios abstracto) detuvo a un mundo paralelo al nuestro de una hecatombe nuclear. Pero ese no es nuestro mundo. Por el contrario, el designio divino ha sido utilizado más de una vez como excusa para azuzar ejércitos y para dominar a adversarios.
Desgraciadamente, los humanos tenemos demasiado en común para obviar nuestras diferencias. Sin poder aceptarlas, tendremos guerras y conflictos para rato.
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