jueves, 16 de diciembre de 2010
Lo vivido
No he escrito en mucho tiempo. Hay muchas razones para ello, ninguna suficientemente válida, pienso, como para dejar un vicio tan saludable como la escritura. A través de guerras y desastres naturales, mentes pensantes anudadas a manos inquietas continúan en la inefable celosía que es el escribir. No porque el escribir adquiera loas de bonanza o de salvación ante los avances metódicos de eso que unos llaman destino y otros simplemente llamamos vida(en otras palabras, lo que pasa). Simplemente, porque el escribir, al abarcar el terreno del pensar, pulula por su cuenta bajo la caspa y las canas del cráneo arrugado, como en régimen de aislamiento, esperando el momento propicio para nuevamente germinar.
Este invierno literario sobrevino con el invierno irreal que fue mi verano y primavera. Muchos cambios que se avecinaban finalmente llegaron junto al réquiem requerido. Cambios no obstante dolorosos, estresantes, llenos de posibilidades abúlicas, de síntomas de ansiedad y reflujo gástrico, de hipertensión y mal dormir. Pero cambios que se esperaban y que, llanamente, eran y son necesarios.
De esos cambios, he dilucidado ciertas tendencias invariablemente letales de mi ser: no me gusta el conflicto directo, amo a mis niños, y el estrés me desliga de la realidad. El que aborrezca el conflicto directo es letal en el sentido de que se puede malinterpretar como cobardía. El amor a mis niños es mi talón de Aquiles, lo cual facilita el chantaje emocional. Mi desligue ante la realidad me lleva a una selva de cacofonías imaginarias que no ayudan a mis deseos inermes de escribir, ni facilita los tramos, necesariamente breves, en los que imagino continúa mi vida.
Digo necesariamente breves porque he aprendido que la vida, ancha en su opulencia, es igual de espaciosa en sus posibilidades. Hace poco tiempo (tal vez mucho, lo que quieran que sean veinte años) descubrí, con el desarraigo geográfico, que planear una vida es innecesario e inútil. Un día alguien se despierta con ganas de matar, o de cambiar, o de reír, o de sufrir, y le cambia la vida a otro por completo. Otro día, las corrientes paulatinas del planeta sufren un estertor momentáneo, y el resultante temblor o tormenta amasija (palabra bella, pena la Real Academia ni mi procesador la acepten)de un zarpazo la placidez de lo vivido.
Piensen en las tragedias, naturales y humanas, que gestan una interrupción como esa que algunos leen en la línea palmar de la vida. La vida está llena de esos paréntesis (o será al revés como decía Benedetti), esos momentos pausados, de reajuste, ante los cuales nuestra visión de lo vivido se trastorna, haciendo de lo que viene no la secuela normal de una película, sino el trueque hacia otra vida completamente diferente. Esos que anhelan por la reencarnación estarían felices. La vida nos reencarna todo el tiempo.
Así que espero con estas palabras reanudar el vicio de lo escrito y de lo que está por escribir. Escribo para mí, porque no me queda mejor audiencia, y para los que encuentren, perdidos, estas palabras en el enredado laberinto cibernético en el que vivimos. No prometo seguir, porque hacerlo significaría que tengo dotes de pitonisa, y los oráculos, hasta ahora, no encajan con lo vivido. Como Ariadne, dejo las palabras como prueba de que existo y de que voy a algún sitio. Pero en vez de llegar al centro del laberinto, espero la escritura me saque del invierno sucedáneo en que me encuentro. Y me lleve nuevamente a aquello que llamamos vida (o lo que es).
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